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DE LOS LIMITES DE LA EXPANSION RELIGIOSA

Después de esta disgresión, volvamos a los aspectos más directos de la cuestión de la unidad de las formas religiosas. Nos proponemos mostrar ahora cómo la universalidad simbólica de cada una de estas formas implica limitaciones de cara a la universalidad en sentido absoluto. Afirmaciones verdaderas que tienen por objeto hechos sagrados — que manifiestan necesariamente y por definición verdades trascendentes — tales, como la persona de Cristo, pueden en efecto volverse más o menos falsas cuando se las saca artificialmente de su cuadro providencial; éste es, para el Cristianismo, el mundo occidental, en el cual Cristo es «la Vida», con artículo determinado y sin epíteto. Este cuadro ha sido roto por el desorden moderno y «la humanidad» se ha dilatado exteriormente de una manera artificial o cuantitativa; de ahí resulta que unos se niegan a ver otros «Cristos» y que otros llegan a la conclusión inversa, negando a Jesús la cualidad crística; es como si, ante el descubrimiento de otros sistemas solares, unos mantuviesen que no hay más que un sol, el nuestro, mientras que otros, al ver que nuestro sol no era el único, negaran que es un sol y concluyeran que no hay ningún sol, puesto que ninguno es único. La verdad está entre las dos opiniones: nuestro sol es, sin duda, «el sol», pero único solamente en relación con el sistema del cual es el centro; como hay muchos sistemas solares, hay muchos soles, lo que no impide, por otra parte, que cada uno de ellos sea único por definición. El sol, el león, el águila, el helianto, la miel, el ámbar, el oro son otras tantas manifestaciones del principio solar, cada uno de ellos único y simbólicamente absoluto en su orden; el hecho de que pierdan este carácter de unicidad cuando se les quitan los límites que encuadran estos órdenes y hacen de ellos especies de sistemas cerrados o microcosmos, y que entonces aparezca la relatividad de esta «unicidad», no se opone al hecho de que, en sus órdenes respectivos y para estos órdenes, estas manifestaciones se identifiquen con el principio solar, revistiendo modos apropiados a las posibilidades del orden que es respectivamente el suyo. Afirmar que Cristo no es «el Hijo de Dios», sino solamente «un hijo de Dios» sería, pues, falso, porque el Verbo es único, y cada una de Sus manifestaciones refleja esencialmente esta divina unicidad.

Algunos pasajes del Nuevo Testamento permiten entrever que el mundo del cual Cristo es «el sol» se identifica con el Imperio romano que representaba el dominio providencial de expansión y de vida para la civilización cristiana: cuando se menciona en estos textos a «cuantas naciones hay bajo el cielo» (NA: Act. 2, 5-11), no se trata en realidad más que de los pueblos conocidos en el mundo romano (NA: Al hablar de «judíos, varones piadosos de cuantas naciones hay bajo el cielo», es evidente que la Escritura no puede considerar a los japoneses o los peruanos, pese a que estos pueblos pertenezcan igualmente a este mundo terrestre que se encuentra «bajo el cielo»; el mismo texto precisa por otra parte, más adelante, lo que significaba para los autores neotestamentarios este conjunto de «cuantas naciones hay bajo el cielo»: «Partos, medos, elamitas, los que habitan Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes les oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios» (NA: Act. 2, 5-1 1). La misma concepción necesariamente restringida del mundo geográfico y étnico se encuentra implicada en estas palabras de San Pablo: «Ante todo doy gracias a Dios por Jesucristo, por todos vosotros (NA: de la Iglesia de Roma), de que vuestra fe es conocida en todo el mundo.» (NA: Rom., 1,8); ahora bien, es evidente que el autor no pretendía sostener que la fe de la Iglesia primitiva de Roma tenía renombre entre todos los pueblos que, según los conocimientos geográficos actuales, forman parte de «todo el mundo»); y de la misma manera, cuando se dice que «en ningún otro hay salud, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo» (NA: Act. 4, 12), no hay ninguna razón para admitir que hay que entender este «cielo» de otra forma que en el primer pasaje citado, a menos que se entienda el nombre de «Jesús» como designación simbólica del mismo Verbo, lo que equivaldría a decir que no hay en el mundo más que un solo nombre, el del Verbo, por el que los hombres podrían ser salvados, cualquiera que sea la manifestación divina que este nombre designe en particular, o, en otros términos, cualquiera que sea la forma particular de este nombre eterno: «Jesús», «Buda» u otro.

Estas consideraciones suscitan una cuestión que no es posible dejar pasar en silencio: la actividad de los misioneros que trabajan fuera del mundo predestinado y normal del Cristianismo, ¿es legítima? A esto hay que responder que la senda de los misioneros — a pesar de que ellos se beneficien materialmente de circunstancias anormales, como es el hecho de que la expansión occidental sobre otras civilizaciones no se debe más que a la aplastante superioridad material resultante de la desviación moderna —, esta senda, íbamos a decir, comporta un carácter sacrificial, al menos en principio; por consiguiente, la realidad subjetiva de esta senda guardará siempre un sentido místico, y ello independientemente de la realidad objetiva de la actividad misionera. El aspecto positivo que esta actividad toma de su origen evangélico no puede, en efecto, desaparecer enteramente por el solo hecho de que el mundo cristiano haya desbordado sus límites — lo que, por otra parte, había tenido ya lugar antes de la época moderna, pero sólo por excepción y en otras condiciones — y se haya ido extendiendo sobre mundos que, siendo «cristianos» sin Cristo Jesús, pero no sin el Cristo universal, que es el Verbo inspirador de toda Revelación, no tienen que ser convertidos; pero este aspecto positivo de la actividad misionera no se manifestará, en el mundo objetivo, más que en casos más o menos excepcionales, ya sea porque la influencia espiritual emanante de un hombre santo o de una reliquia sobrepase en fuerza una influencia espiritual autóctona disminuida por el materialismo de hecho de tal medio local, sea inclusive porque la religión cristiana se adapte mejor a la mentalidad particular de ciertos individuos, lo que presupone, sin embargo, en el caso de estos últimos, una incomprensión de su propia tradición y la presencia de aspiraciones, espirituales o no, a las cuales responda el Cristianismo de una forma o de otra. La mayoría de estas observaciones valen, bien entendido, también en sentido inverso y en beneficio de las tradiciones no cristianas, con la diferencia, sin embargo, de que en este caso las conversiones son mucho más raras, y ello por razones que no significan en absoluto una ventaja para Occidente: en primer lugar, los orientales no tienen colonias ni «protectorados» en Occidente, ni mantienen misiones poderosamente protegidas, y, en segundo lugar, los occidentales se vuelven con mayor voluntad hacia la pura y simple incredulidad que hacia una espiritualidad extraña (NA: Sin embargo, desde mediados del siglo XX asistimos al fenómeno de un número creciente de occidentales que se vuelven hacia formas de espiritualidad oriental, auténticas o falsas). En cuanto a las reservas que se pueden formular respecto a la actividad misionera, es importante no perder jamás de vista que no concernirían en ningún caso a su aspecto directo y evangélico — además de que este mismo aspecto sufre forzosamente una disminución e incluso una decadencia debidas a las circunstancias anormales que hemos señalado —, sino únicamente a su solidaridad con la barbarie occidental moderna.

Aprovecharemos esta ocasión para hacer notar que en la época en que comienza la expansión occidental en Oriente, éste se encontraba ya en un estado de decadencia profunda, pero en ningún modo comparable con la decadencia occidental moderna cuyo principio es inclusive, al menos bajo un aspecto secundario, en algún sentido inverso al modo de decadencia oriental; en efecto, mientras que este último pasivo, como el de un organismo físico desgastado por la edad, la decadencia específicamente moderna es, por el contrario, activa y voluntaria, cerebral, podríamos decir, y esto es lo que da al Occidente la ilusión de una superioridad que si, efectivamente, puede existir sobre un cierto plano psicológico, y ello gracias a la divergencia de los modos que acabamos de señalar, no es menos relativa y tanto más ilusoria puesto que se reduce a la nada ante la superioridad espiritual del Oriente. Se podría decir también que la decadencia de éste se basa en la «inercia», mientras que la de Occidente se basa en el «error»; solamente el predominio del elemento pasional las hace solidarias, y es por otro lado este predominio el que, en el terreno humano, caracteriza la «edad de sombra» en la que el mundo entero está sumergido y cuyo advenimiento está previsto por todas las doctrinas sagradas. Si la diferencia de los modos de decadencia explica por una parte el desprecio que muchos occidentales experimentan ante el contacto con ciertos orientales — menosprecio que desgraciadamente no es siempre el producto de un simple prejuicio como es el caso cuando se trata del odio contra el Oriente tradicional —, y de otra parte la admiración ciega que demasiados orientales tienen por ciertos rasgos positivos de la mentalidad occidental, no hay que decir que el desprecio que el viejo Oriente manifiesta por el Occidente moderno tiene una justificación no simplemente psicológica, y por lo mismo relativa y discutible, sino por el contrario total, puesto que fundada sobre razones espirituales que, éstas, sí, son decisivas. A los ojos del Oriente fiel a su espíritu, el «progreso» de los Occidentales no será jamás más que un círculo vicioso que intenta vanamente eliminar miserias inevitables y esto al precio de lo único que da un sentido a la vida.

Pero volvamos, después de esta disgresión, a la cuestión misionera. Que el paso de una forma tradicional a otra pueda ser legítimo no impide en absoluto que en ciertos casos se produzca una apostasía real. Es apóstata quien cambia de forma tradicional sin una razón válida; por contra, cuando se da una «conversión» de una tradición ortodoxa a otra, las razones invocadas tienen al menos una validez subjetiva. No hay que decir que se puede pasar de una forma tradicional a otra sin estar «convertido», y por razones de oportunidad esotérica, luego espiritual; en este caso, las razones que determinaron este paso serán válidas tanto objetiva como subjetivamente, o, más bien, ya no se podrá en absoluto hablar de razones propiamente subjetivas.

Hemos visto con anterioridad que la actitud del exoterismo frente a las formas religiosas extrañas está determinada por dos factores, uno positivo y otro negativo, a saber, en primer lugar, el carácter de unicidad inherente a toda Revelación, y, en segundo lugar, como consecuencia extrínseca de esa unicidad, el rechazo de un «paganismo» particular; ahora bien, en lo que respecta por ejemplo al Cristianismo, basta situarlo en los límites normales de expansión — que, aparte raras excepciones, no habría franqueado jamás sin la desviación moderna — para comprender que estos dos factores no son ya aplicables literalmente fuera de sus límites cuasi naturales, sino que por el contrario deben ser universalizados, es decir, transpuestos al plano de la Tradición primordial, que permanece viva en toda forma tradicional ortodoxa. En otros términos, hay que comprender que cada una de las formas tradicionales extrañas puede reivindicar esta unicidad y esa negación de un «paganismo»; es decir, que cada una de ellas, por su ortodoxia intrínseca, es una forma de lo que se podría llamar, en lenguaje cristiano, la «Iglesia eterna».

Nunca se insistirá demasiado sobre el hecho de que, en las palabras divinas que conciernen a las contingencias humanas, el sentido literal, en tanto tal, es por definición un sentido limitado, es decir, que se detiene en los confines del dominio particular al que debe aplicarse según la intención divina — siendo el criterio de ésta, en el fondo, la naturaleza misma de las cosas, al menos en las condiciones normales —, mientras que sólo el sentido puramente espiritual puede reivindicar un alcance absoluto. La orden expresa de «enseñar a todas las naciones» no constituye una excepción, al igual que otras palabras cuya limitación natural del sentido literal no escapa a nadie, sin duda porque no se tiene ningún interés en conferirles un sentido incondicionado; recordemos por ejemplo la prohibición de matar o la orden de poner la mejilla izquierda, o la de no «multiplicar las palabras al orar» o, en fin, la de no preocuparse por el día de mañana; sin embargo, el divino Maestro no explicitó jamás los límites dentro de los cuales estas órdenes son válidas, de suerte que lógicamente se les podría asignar un alcance incondicional, como se hace con la orden de «enseñar a todas las naciones». Dicho esto, importa, no obstante, añadir que el sentido literal, palabra por palabra, se encuentra con toda evidencia igualmente incluido en un cierto grado, no solamente en la orden de predicar a todas las naciones, sino también en las demás palabras de Cristo a las que acabamos de hacer alusión; lo importante es saber poner este sentido en su lugar, sin excluir los otros posibles sentidos. Si bien es cierto que la orden de enseñar a todas las naciones no se puede limitar de manera absoluta al sólo propósito de constituir el mundo cristiano, sino que debe implicar también, a título secundario, la predicación entre todo pueblo que se pueda alcanzar, es igualmente cierto que la orden de poner la mejilla izquierda debe del mismo modo entenderse literalmente en ciertos casos de disciplina espiritual; pero no hay que decir que esta última interpretación será, asimismo, secundaria como lo es la interpretación de la orden de predicar a todos los pueblos. Para definir claramente la diferencia que separa el primer sentido de esta prescripción de su sentido secundario, recordaremos lo que ya hemos dejado entrever más arriba, a saber, que, en el primer caso, el fin es sobre todo objetivo, puesto que se trata de constituir el mundo cristiano, mientras que en el segundo caso, el de la predicación entre pueblos de civilizaciones extrañas, el fin es ante todo subjetivo y espiritual, en el sentido de que el plano interior lo transporta sobre el plano exterior, que no es aquí más que un soporte de realización sacrificial. Se nos podría objetar que están también estas palabras de Cristo: «Este Evangelio del Reino será predicado en el mundo entero, para ser testimonio en todas las naciones; entonces vendrá el fin», a lo que hay que responder que, si estas palabras conciernen al mundo entero y no solamente a Occidente, es porque ellas no constituyen una orden, sino una profecía, y que se relacionan con condiciones cíclicas en que precisamente las separaciones entre los diferentes mundos tradicionales quedarán abolidas; en otros términos, diremos que el «Cristo» que para los hindúes será el Kalki-Avatara y para los budistas el Bodhisattwa-Maitreya, restaurará la Tradición primordial.

Hemos dicho más arriba que la orden dada por Cristo a los Apóstoles se encontraba restringida por los límites mismos del mundo romano, siendo como eran providenciales y no arbitrarias; huelga decir que una tal limitación no es privativa del mundo cristiano: la expansión musulmana, por ejemplo, se detiene forzosamente en límites análogos, por las mismas razones. De hecho, si todos los politeístas árabes se vieron situados entre el Islam o la muerte, este principio fue abandonado desde que las fronteras de Arabia fueron sobrepasadas; así los hindúes, que, sin embargo, no son «monoteístas» (NA: Los monoteístas son las «gentes del Libro» (NA: ahl el-Kitab), es decir, los judíos y los cristianos, que han recibido revelaciones de espíritu abrahámico. Nos parece casi superfluo añadir que los hindúes, si no son monoteístas en el sentido específicamente semítico, no son, sin embargo, en absoluto politeístas, puesto que la conciencia de la Unidad metafísica a través de la multiplicidad indefinida de las formas es precisamente uno de los caracteres más sorprendentes del espíritu hindú), fueron gobernados por musulmanes durante varios siglos, sin que estos monarcas planteasen, después de sus conquistas, la alternativa impuesta en otros tiempos a los paganos árabes. Otro ejemplo es la delimitación tradicional del mundo hindú; sin embargo, la reivindicación de universalidad del Hinduismo, conforme con el carácter metafísico y contemplativo de esta tradición, proviene de una serenidad que no se encuentra en las religiones semíticas; la concepción del Sanatana-Dharma, la «Ley eterna» o «primordial», es estática y no dinámica, en el sentido de que es una constatación de hechos y no una aspiración como las concepciones semíticas correspondientes: éstas parten de la idea de que es preciso ofrecer a los hombres la verdadera fe que todavía no tienen, mientras que, según la concepción hindú, la tradición brahamánica es la Verdad y la Ley original que los extranjeros no tienen, sea porque poseen solamente ya sus restos, sea porque la han alterado o inclusive reemplazado por errores; sin embargo, es inútil convertirlos, porque, aunque ellos estén privados del Sanatana-Dharma, no por esto quedan excluidos de la salvación, sino que, todo lo más, se encuentran en condiciones menos favorables que los hindúes; nada impide en principio — seguimos exponiendo el punto de vista hindú — que algunos «bárbaros» sean Yoguis o incluso Avataras — y, de hecho, los hindúes veneran indistintamente santos musulmanes, budistas o cristianos, sin lo cual el término mismo de Mlechha-Avatara (NA: «descendimiento divino entre los bárbaros»), no tendría sentido —, pero la santidad se producirá sin duda, entre los no hindúes, mucho más raramente que en el seno del Sanatana-Dharma, cuyo último refugio es la tierra sagrada de la India (NA: Hubo incluso en el sur de la India un «intocable» que fue un Avatara de Shiva: el gran espiritual Tiruvalluvar, el «divino», cuya memoria se venera todavía y que dejó un libro inspirado, el Kural.

El equivalente de la concepción hindú del Sanatana-Dharma se encuentra en los pasajes coránicos que afirman que no hay pueblo en quien Dios no haya suscitado un profeta; la inducción exotérica según la cual todos los pueblos habrían rechazado u olvidado la Revelación que respectivamente les concernía, no podría fundarse sobre el Corán).

Por otra parte, cabría preguntarse si la penetración del Islam en suelo indio no debería considerarse como una usurpación tradicionalmente ilegítima, y la misma cuestión podría plantearse para las partes de China o Insulindia que se han hecho musulmanas. Para responder a esto es preciso detenerse primeramente en consideraciones que parecerían quizá un poco lejanas, pero que resultan indispensables aquí. Ante todo, hay que tener en cuenta lo siguiente: si el Hinduismo se ha adaptado siempre, en lo que concierne a su vida espiritual, a las condiciones cíclicas a las que ha tenido que hacer frente en el curso de su existencia histórica, no es menos cierto que siempre ha conservado el carácter «primordial» que le es esencial; especialmente, ha ocurrido así en lo que concierne a su estructura formal, y esto a pesar de las modificaciones secundarias que sobrevinieron por la fuerza de las cosas, tales como por ejemplo la división casi indefinida de castas; ahora bien, esta primordialidad, completamente impregnada de serenidad contemplativa, fue como sobrepasada, a partir de un cierto «momento» cíclico, por la preponderancia cada vez más marcada del elemento pasional en la mentalidad general, y esto conforme a la ley de decadencia que rige todo ciclo de la humanidad terrestre; el Hinduismo acabó, pues, por perder un cierto carácter de actualidad o de vitalidad a medida que se alejaba de los orígenes, y ni las readaptaciones espirituales, tales como la eclosión de las vías tántricas y bhakticas, ni las readaptaciones sociales, tales como la división de castas a la que acabamos de hacer alusión, no han bastado para eliminar la desproporción entre la primordialidad inherente a la tradición y una mentalidad cada vez más pasional (NA: Una de las señales de este oscurecimiento nos parece que es la interpretación literal de los textos simbólicos sobre la transmigración, lo que da lugar a la teoría reencarnacionista; el mismo literalismo, aplicado a las imágenes sagradas, engendra una idolatría de hecho. Sin este aspecto real de paganismo que tiene el culto entre muchos hindúes de las castas bajas, el Islam no habría podido operar una incisión tan profunda en el mundo hindú. Si, para defender la interpretación reencarnacionista de las Escrituras hindúes, hay que referirse al sentido literal de los textos, en buena lógica se debería interpretar todo en sentido literal, con lo que se desembocaría no sólo en un grosero antropomorfismo, sino también en una grosera y monstruosa adoración de la naturaleza sensible, ya se trate de elementos, de animales o de objetos; el hecho de que muchos hindúes interpreten actualmente el simbolismo de la transmigración al pie de la letra no prueba otra cosa que una decadencia intelectual casi normal en el kali-yuga y prevista por las Escrituras. Por otra parte, tampoco en las religiones occidentales deben ser entendidos literalmente los textos sobre las condiciones póstumas; por ejemplo, el fuego del infierno no es un fuego físico, el seno de Abraham no es su seno corporal, el festín del que habla Cristo no está constituido de alimentos terrestres, pese a que el sentido literal tenga también sus derechos, sobre todo en el Corán; y de otra parte, si la reencarnación fuese una realidad, todas las doctrinas monoteístas serían falsas, puesto que ninguna de ellas sitúa jamás los estados póstumos sobre esta tierra; pero todas estas consideraciones son inclusive inútiles cuando nos referimos a la imposibilidad metafísica de la reencarnación. Hasta admitiendo que un espiritualista hindú pueda hacer suya una interpretación cosmológica como la de la transmigración, esto no querría decir nada contra su espiritualidad, puesto que es posible concebir un conocimiento que se desinterese de las realidades puramente cósmicas, y que consista en una visión puramente sintética e interior de la Realidad divina; el caso sería completamente diferente en un espiritual cuya vocación consistiera en exponer o comentar una doctrina específicamente cosmológica, pero una tal vocación está casi excluida, en nuestra época y en razón de las leyes espirituales que la rigen, en el cuadro de una tradición determinada). Sin embargo, jamás se ha podido tratar de un reemplazamiento del Hinduismo por una forma tradicional más adaptada a las condiciones particulares de la segunda mitad del kali-yuga, porque el mundo hindú, en su conjunto, no tiene, con toda evidencia, ninguna necesidad de una transformación total, puesto que la Revelación de la Manu Vaivaswata conserva un grado suficiente de actualidad o la vitalidad que justifica la persistencia de una civilización; pero, como quiera que sea, hay que reconocer que en el Hinduismo se ha producido una situación paradójica que se podría caracterizar diciendo que es viva y actual en su conjunto, no siéndolo en cambio en algunos de sus aspectos secundarios. Cada una de estas realidades debe tener sus consecuencias en el mundo exterior: la consecuencia de la vitalidad del Hinduismo fue la resistencia invencible que opuso al Budismo y al Islam, mientras que la consecuencia de su debilitamiento fue precisamente en primer lugar la ola búdica que no hizo más que pasar y luego la expansión, y sobre todo la estabilización, de la civilización islámica sobre el suelo de la India.

Pero la presencia del Islam en la India no se explica únicamente por el hecho de que, siendo la más joven de las grandes Revelaciones (NA: El Islam es la última Revelación de este ciclo de la humanidad terrestre, como el Hinduismo representa la Tradición primordial, sin identificarse, sin embargo, con ella pura y simplemente, no siendo más que su rama más directa; por consiguiente, entre estas dos formas tradicionales hay una relación cíclica o cósmica que, como tal, no tiene nada de fortuita), está mejor adaptada que el Hinduismo a las condiciones generales de este último milenio de la «edad de sombra» — es decir, que tiene más en cuenta la preponderancia del elemento pasional en las almas —, pero también por la siguiente razón: la decadencia cíclica entraña un oscurecimiento cuasi general y marcha a la par con un crecimiento más o menos considerable de las poblaciones, sobre todo de sus capas inferiores; ahora bien, dicha decadencia implica una tendencia cósmica complementaria y compensadora que actuará en el interior mismo de la colectividad social, a fin de restaurar, al menos simbólicamente, la cualidad primitiva: primeramente, esta colectividad será como taladrada de excepciones, y esto, por así decirlo, paralelamente a su crecimiento cuantitativo, como si el elemento cualitativo (NA: o sattwico, conforme al Ser puro) contenido en la colectividad de que se trate, se concentrase, por un efecto compensador de la dilatación cuantitativa, sobre casos particulares; en segundo lugar, los medios espirituales serán cada vez más fáciles para aquéllos que estén cualificados y cuyas aspiraciones sean serias, y esto en razón de la misma ley cósmica de compensación. Esta ley interviene porque el ciclo humano para el cual las castas son válidas toca a su fin, y por este hecho la compensación en cuestión no tiende solamente a restaurar, simbólicamente y dentro de ciertos límites, lo que eran las castas en su origen, sino inclusive lo que era la humanidad antes de la constitución de las castas. Todas estas consideraciones permitirán entrever cuál es el papel positivo y providencial del Islam en la India: en primer lugar, absorber los elementos que, por el hecho de las condiciones cíclicas nuevas a las que hemos hecho alusión más arriba, no están ya «en su lugar» en la tradición hindú — pensamos aquí más particularmente en elementos pertenecientes a las castas superiores, las de los Dwijas — y, en segundo lugar, absorber los elementos de la elite de las castas inferiores, que de esta forma son rehabilitados en una especie de indiferenciación primordial. El Islam, con la simplicidad sintética de su forma y de sus medios espirituales, es un instrumento providencialmente adaptado para colmar ciertas fisuras que han podido producirse en civilizaciones más antiguas y más arcaicas, o aun para captar y neutralizar mediante su presencia gérmenes de subversión que esas civilizaciones portaban en dichas fisuras, y es bajo este aspecto, y sólo bajo este aspecto, bajo el que los dominios de esas civilizaciones han entrado parcialmente en el dominio providencial de expansión del Islam.

A fin de no descuidar ningún aspecto de la cuestión, precisaremos todavía estas consideraciones de la manera siguiente, aun a riesgo de vernos obligados a repetirnos un poco: la posibilidad brahamánica debe terminar por manifestarse en todas las castas y entre los mismos Shudras, no sólo de una manera puramente analógica, como era siempre el caso, sino por el contrario de una manera directa, y esto porque, de «parte» que ella era en el origen, la casta inferior se ha convertido en un «todo» hacia el fin del ciclo, y este todo es comparable a una totalidad social; los elementos superiores de esta totalidad serán en alguna medida «excepciones normales». En otros términos, el estado actual de las castas parece recordar, simbólicamente y en una cierta medida, la indistinción primordial, al encontrarse las diferencias intelectuales entre las castas cada vez más disminuidas; al hacerse muy numerosas, las castas inferiores representan de hecho todo un pueblo y comportan por consiguiente todas las posibilidades humanas, mientras que las castas superiores, que no se han multiplicado en la misma proporción, sufren de una decadencia tanto más sensible cuanto que la «corrupción de lo mejor es lo peor» (NA: corruptio optimi pessima). Subrayemos, sin embargo, a fin de evitar cualquier equívoco, que los elementos de elite de las castas inferiores conservan no obstante, desde el punto de vista de la colectividad y de la herencia, su carácter de «excepciones que confirman la regla» y que de hecho no pueden mezclarse legítimamente con las castas superiores, lo que no les impide por otra parte ser individualmente cualificados para seguir sendas normalmente reservadas a las castas nobles. De este modo, el sistema de castas, que durante milenios ha constituido un factor de equilibrio, muestra forzosamente algunas fisuras al final del maha-yuga, a semejanza del desequilibrio del mismo ambiente terrestre; en cuanto al aspecto positivo que implican estas fisuras, depende de la misma ley cósmica de compensación que ha visto en ellas Ibn Arabí cuando dijo, de acuerdo, por otra parte, con diversas palabras del Profeta, que al fin de los tiempos las llamas del infierno se enfriarán; y ésta es asimismo la misma ley que hace decir al Profeta que, al fin del mundo, se salvará cualquiera que cumpla un décimo de lo que exigía el Islam al principio. Todo lo que acabamos de exponer no concierne solamente, bien entendido, a las castas hindúes, sino a la humanidad entera; y, por otra parte, por lo que respecta a las fisuras que hemos señalado en la estructura exterior del Hinduismo, hay que decir que hechos completamente análogos se presentan en toda forma tradicional en un grado o en otro.

Por lo que respecta a la analogía funcional entre el Budismo y el Islam en relación al Hinduismo — dado que ambas tradiciones representan frente a éste el mismo papel negativo y también el mismo papel positivo —, los budistas, mahayanistas o hinayanistas, tienen plena conciencia de ella, porque ven, en las invasiones musulmanas que los hindúes tenían que sufrir, el castigo divino por las persecuciones que ellos habían tenido que sufrir por parte de los hindúes.

Después de esta disgresión, que era indispensable para mostrar un aspecto importante de la expansión musulmana, volveremos sobre una cuestión más fundamental: la de la dualidad de sentido inherente a las prescripciones divinas concernientes a las cosas humanas. Esta dualidad se encuentra prefigurada en el mismo nombre de «Jesu-Cristo». «Jesús» — como Gautama.y como Mahoma — indica el aspecto limitado, relativo, de la manifestación del Espíritu, y designa el soporte de esta manifestación; «Cristo» — como «Buda» y «Rasul Allah» — indica la realidad universal de esta misma manifestación, es decir, el Verbo como tal; y esta dualidad de aspectos se vuelve a encontrar, pese a que la teología no se sitúe en un punto de vista que permita sacar de él todas sus consecuencias, en la distinción entre la «naturaleza humana» y la «naturaleza divina» de Cristo.

Ahora, si los Apóstoles concebían a Cristo y su misión en un sentido absoluto, importa comprender que la razón de ello no podía ser una limitación intelectual, y es necesario ante todo tener en cuenta que, en el mundo romano, Cristo y su Iglesia tenían de hecho un carácter único, luego «relativamente absoluto». Esta expresión, que parece una contradicción en los términos, y que lógicamente lo es, corresponde sin embargo a una realidad: lo Absoluto debe, también, reflejarse «como tal» en lo relativo, y este reflejo será entonces, en relación con las otras actividades, «relativamente absoluto»; por ejemplo, la diferencia entre dos errores no será siempre más que relativa, al menos bajo el aspecto de su falsedad, siendo una sencillamente más falsa — o menos falsa — que la otra; la diferencia entre el error y la verdad, por el contrario, será absoluta, pero de una manera relativa solamente, es decir, sin salir de las relatividades, puesto que el error no podría ser absolutamente independiente de la verdad, al no ser más que una negación más o menos acusada de ella. Dicho de otro modo: el error, al no tener nada de positivo, no podría oponerse a la verdad de igual a igual y con plena independencia. Esto permite comprender por qué no podría tener un «absolutamente relativo»: éste sería la nada, y la nada no es de ninguna manera.

Decíamos, pues, que Cristo y su Iglesia tenían, de hecho, un carácter único, luego «relativamente absoluto», en el mundo romano; en otros términos, la unicidad principial, metafísica y simbólica de Cristo, de la Redención, de la Iglesia, se ha expresado necesariamente por una unicidad de hecho sobre el plano terrestre. Si los Apóstoles no tenían que explicitar los límites metafísicos que todo hecho comporta por definición, y si, por consiguiente, ellos no habían de tomar en consideración la universalidad tradicional en el terreno de los hechos, esto no quiere ciertamente decir que su Ciencia espiritual no englobase, en estado principial, el conocimiento de esta universalidad, conocimiento no actualizado en cuanto a las aplicaciones posibles a determinadas contingencias; de la misma manera, un ojo que puede ver un círculo es capaz de ver todas las formas, inclusive si ellas están actualmente ausentes y la visión no se ejerce más que sobre el círculo. La cuestión de saber qué habrían dicho los Apóstoles, o el mismo Cristo, si hubiesen encontrado a un ser como Buda, es perfectamente vana, porque éstas son cosas que no se producen jamás, puesto que serían contrarias a las leyes cósmicas. No es temerario afirmar que nunca se ha oído hablar de encuentros que hubiesen tenido lugar entre grandes santos pertenecientes a civilizaciones diferentes. Los Apóstoles eran por definición, dentro del mundo destinado a su expansión, un grupo único; inclusive si se admite la presencia dentro de su radio de acción de iniciados esenios, pitagóricos o de otra índole, la rara luz de estas ínfimas minorías debía estar como eclipsada por el resplandor de la luz crística, y los Apóstoles no habrían tenido que preocuparse por estos «justos», porque: «Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (NA: Mt 9,13). Desde un punto de vista algo diferente, pero concerniente al mismo principio de delimitación tradicional, haremos notar que San Pablo, que fue el principal artífice de la expansión del cristianismo, como Omar lo será más tarde de la del Islam, evitó penetrar en el dominio providencial de esta última forma de la Revelación, según un pasaje bastante enigmático de los Hechos de los apóstoles (NA: 16, 6-8). Sin insistir sobre el hecho de que los límites de estos dominios de expansión no tienen evidentemente la precisión de las fronteras políticas — las fáciles objeciones que prevemos no son válidas sobre el terreno en que nuestro pensamiento se sitúa —, nos limitaremos a hacer notar que el retorno del Apóstol de los Gentiles hacia Occidente tiene un valor simbólico, menos en relación con el Islam que en relación con la delimitación del propio mundo cristiano; por otra parte, la manera en que este episodio es relatado, es decir, mencionando la intervención del Espíritu Santo y del «Espíritu de Jesús», y pasando en silencio las causas de estas inspiraciones, no permite admitir más que la abstención de predicar y el brusco retorno del Apóstol por solamente causas exteriores sin alcance principial, ni comparar este episodio con cualquier otra peripecia de los viajes de los Apóstoles (NA: Permítasenos hacer notar que, si nos referimos a ejemplos precisos, en lugar de permanecer en los principios y las generalidades, no es en modo alguno con la intención de convencer a contradictores llenos de prejuicios, sino únicamente para hacer ver ciertos aspectos de la realidad a quienes estén dispuestos a comprender; únicamente para éstos escribimos, y por adelantado rehusamos mantener polémicas que no tendrían ningún interés, ni para nuestros eventuales contradictores ni, sobre todo, para nosotros. Hemos de añadir igualmente que no es como historiadores como abordamos los hechos citados a título de ejemplo, porque éstos no importan en sí mismos, sino sólo en la medida en que son susceptibles de ayudar a la comprensión de las verdades trascendentes que no están jamás a merced de los hechos); en fin, el hecho de que la provincia en que tuvo lugar esta intervención del Espíritu sea llamada el «Asia» se añade aún al carácter simbólico de las dichas circunstancias.

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