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EL ASPECTO TERNARIO DEL MONOTEISMO

La unidad trascendente de las formas religiosas aparece de una manera particularmente instructiva en las relaciones recíprocas de las tres grandes religiones consideradas monoteístas, y ello es así precisamente porque éstas son las únicas en presentarse como exoterismos inconciliables; pero, ante todo, hemos de establecer una distinción neta entre lo que podríamos llamar la «verdad simbólica» y la «verdad objetiva». Co referencia a esto, citaremos como ejemplo las argumentaciones del Cristianismo y del Budismo, respecto a las formas tradicionales de las que ellos proceden en cierta medida, a saber, el Judaísmo en el primer caso y el Hinduismo en el segundo. Ahora bien, estas argumentaciones son simbólicamente verdaderas en el sentido de que las formas rechazadas no son consideradas en sí mismas y en su verdad intrínseca, sino únicamente en tales o cuales aspectos contingentes y negativos debidos a una decadencia parcial. El rechazo del Vêda corresponde, pues, a una verdad en tanto que esta escritura es considerada exclusivamente como el símbolo de una erudición estéril, muy expandida e impulsada en la época de Buda, y el rechazo paulino de la Ley judía está justificado en tanto que ésta simboliza un formalismo farisaico sin vida espiritual. Si una nueva Revelación puede despreciar así valores tradicionales de origen más antiguo, es porque es independiente y no tiene ninguna necesidad de ella, puesto que, al poseer el equivalente de esos valores, se basta enteramente a sí misma.

Esta verdad se aplica aún al interior de una misma y sola forma tradicional; por ejemplo, en lo que concierne a la antinomia entre las Iglesias latina y griega. Ahora bien, el «cisma» es una contingencia que no podría afectar a La realidad intrínseca y esencial de las Iglesias. El cisma entre las Iglesias, no más que el cisma producido entre los musulmanes que dio lugar al Islam shiita, no es por otra parte en absoluto producto únicamente de voluntades individuales, cualesquiera que sean las apariencias, sino que procede de la naturaleza misma de la religión que divide exteriormente, pero no interiormente; el espíritu de la religión puede exigir, según las contingencias étnicas y de otra índole, adaptaciones diferentes, pero siempre ortodoxas; no ocurre lo mismo con las herejías, que dividen la religión interiormente y exteriormente a la vez — sin que, no obstante, puedan dividirla verdaderamente, puesto que el error no es una parte de la verdad — y que, en lugar de ser simplemente incompatibles, sobre el plano formal, con otros aspectos de una misma verdad, son falsas en sí mismas.

Pero consideremos ahora la cuestión de la homogeneidad espiritual y cíclica de las religiones en su conjunto: el monoteísmo, que comprende las religiones judaica, cristiana e islámica, es decir, las religiones de espíritu semítico, está esencialmente fundado sobre una concepción dogmática de la Unidad (NA: o No-dualidad) divina. Si decimos que esta concepción es dogmática, es para especificar que ella va acompañada de la exclusión de cualquier otro punto de vista, sin la que una aplicación exotérica, que es inclusive la única razón de ser de los dogmas, no sería posible. Hemos visto anteriormente que es esta restricción la que, siendo sin embargo necesaria para la vitalidad de las formas religiosas, está en el fondo de la limitación inherente al punto de vista exotérico como tal; en otros términos, este punto de vista se caracteriza precisamente por la incompatibilidad, en su dominio, de las concepciones con formas aparentemente opuestas, en tanto que en las doctrinas puramente metafísicas o iniciáticas las enunciaciones de apariencia contradictoria no se excluyen ni se estorban de ninguna manera (NA: El hecho de que ciertos datos de las Escrituras sean interpretados unilateralmente por los exoteristas prueba que el interés no es extraño a sus especulaciones limitativas, como hemos mostrado en el capítulo sobre el exoterismo; en efecto, la interpretación esotérica de una Revelación es admitida por el exoterismo en todo aquello en que esta interpretación sirve para confirmar este último, y es por el contrario arbitrariamente omitida cuando es susceptible de dañar el dogmatismo exterior detrás del cual se atrinchera un individualismo sentimental; así se sirven de la verdad crística, que por su forma es un esoterismo judaico, para condenar en el Judaísmo un formalismo excesivo; pero se omite hacer la aplicación universal de esta misma verdad proyectando su luz sobre toda forma sin excepción, incluida la suya propia. O todavía más: según la, Epístola de San Pablo a los Romanos (NA: 3, 27-4, 17) el hombre está justificado por la fe, no por las obras; según la Epístola católica de Santiago (NA: 2, 14-26), el hombre se justifica por las obras y no sólo por la fe. Ambas citan a Abraham como ejemplo; ahora bien, si estos dos textos perteneciesen a religiones diferentes, o siquiera a dos ramas recíprocamente «cismáticas» de una misma religión, no hay duda de que los teólogos de cada una de ellas se aplicarían a demostrar la incompatibilidad de estos textos; pero como ambos pertenecen a una sola y la misma religión, los esfuerzos tienden, por el contrario, a demostrar su perfecta compatibilidad. ¿Por qué no se admiten otras Revelaciones distintas a aquellas a las que uno se adhiere? «Dios no puede contradecirse», se dirá, aunque esto sea una petición de principio; ahora bien, una de dos: o bien se admite que Dios se contradice, y entonces no se aceptará ninguna Revelación, o bien se admite, porque no es posible hacer de otra manera, que en Dios se dan apariencias de contradicción, pero entonces no se está ya en el derecho de rechazar una Revelación extraña por la sola razón de que ella presenta a primera vista contradicciones respecto a la revelación que se admite a priori).

Esta tradición monoteísta pertenecía, en su origen, a toda la rama nómada del grupo semítico, rama brotada de Abraham y que a su vez se subdivide en otras dos ramas, una brotada de Isaac y la otra de Ismael, y no es sino a partir de Moisés cuando el monoteísmo se hace judaico. Efectivamente, es Moisés quien fue llamado, cuando la tradición abrahámica se oscurecía entre los ismaelitas, a dar al monoteísmo un soporte poderoso, ligándolo de alguna manera al pueblo de Israel, que de este modo se convertía en su guardián; pero esta adaptación, por necesaria y providencial que haya podido ser, debía significar fatalmente una restricción de la forma exterior, por el hecho de la tendencia particularista inherente a cada pueblo. Se puede, pues, decir que el Judaísmo adopta el monoteísmo y lo hace cosa de Israel, de suerte que, bajo esta forma, la herencia de Abraham fue en adelante inseparable de todas las adaptaciones secundarias, de todas las consecuencias rituales y sociales implicadas en la Ley mosaica.

El monoteísmo, canalizado y cristalizado de esta manera en el Judaísmo, adquiere un carácter de alguna manera histórico, aunque no haya que entender esta palabra exclusivamente en su sentido general y exterior, interpretación que sería incompatible con el carácter sagrado de Israel. Es esta absorción de la tradición primitiva por el pueblo judío la que permite distinguir exteriormente el monoteísmo mosaico del de los Patriarcas, sin que esta distinción, no hay que decirlo, alcance al dominio doctrinal. Este carácter histórico del Judaísmo reclamaba, por su propia naturaleza, una consecuencia que no podía ser inherente, al menos bajo la misma forma, al monoteísmo primitivo, y que fue la idea mesiánica; ésta aparecía ligada, pues, como tal, al Mosaísmo.

Estas pocas indicaciones sobre el monoteísmo original, su adaptación por Moisés, su anexión por el Judaísmo y su concretización en idea mesiánica pueden bastar para permitirnos pasar ahora a la consideración del papel orgánico del Cristianismo en el ciclo monoteísta. Diremos, pues, que el Cristianismo absorbió a su vez toda la herencia doctrinal del monoteísmo en la afirmación mesiánica, y que estaba en su perfecto derecho de hacerlo, si se nos permite expresarnos así, por ser el resultado legítimo de la forma judaica. El Mesías, por lo mismo que debía realizar en su persona la Voluntad divina de la que el monoteísmo había surgido, sobrepasó necesariamente la forma que no podía permitir a este último realizar plenamente su misión; para efectuar esta disolución de una forma transitoria, sería preciso, como acabamos de indicar, que en su calidad de Mesías gozase en grado eminente de la autoridad inherente a la tradición de la que fue algo así como la última palabra, y es por esto por lo que debió ser más que Moisés y anterior a Abraham. Estas afirmaciones del Evangelio demuestran una identidad «de fuerza mayor» entre el Mesías y Dios, y permiten comprender que un Cristianismo que negase la divinidad de Cristo negaría su propia razón de ser.

Hemos dicho que la persona «avatárica» del Mesías absorbió enteramente la doctrina monoteísta, lo que significa no sólo que Cristo debía ser el término del Judaísmo histórico, al menos bajo un cierto aspecto y en una cierta medida, sino por esto mismo el soporte del monoteísmo y el templo de la Presencia divina. Esta extrema positividad histórica de Cristo ha entrañado sin embargo a su vez una limitación de la forma tradicional, como había sido el caso para el Judaísmo, en que Israel representaba el papel preponderante que más tarde había de incumbir al Mesías, papel forzosamente restrictivo y limitativo en cuanto a la realización del monoteísmo integral; y es aquí donde interviene el Islam, cuya posición y significación en el ciclo monoteísta nos queda por precisar (NA: La perspectiva que acabamos de formular podría recordar la que describía Joachim de Flore, que atribuía a cada una de las Personas de la Trinidad una preponderancia particular para una cierta parte del ciclo tradicional de la perspectiva cristiana: el Padre dominaba la Ley Antigua, el Hijo la Ley Nueva y el Espíritu Santo la última fase del ciclo cristiano que comenzó con las nuevas órdenes monásticas fundadas por San Francisco y Santo Domingo. Se puede ver fácilmente lo que hay de asimétrico en estas correspondencias. El autor debía de ignorar, en la realidad o por la forma, la existencia del Islam, que corresponde perfectamente, según el dogma islámico, a este reino del Paráclito; pero no es menos cierto que la época de Joachim de Flore, situada bajo la influencia especial del Espíritu Santo, conoció una renovación de la espiritualidad en Occidente).

Pero, antes de abordar este tema, hemos de considerar todavía otro aspecto de la cuestión que acabamos de tratar: el Evangelio contiene estas palabras de Cristo: «La Ley y los Profetas llegan hasta Juan: desde entonces se anuncia el reino de Dios y cada cual ha de esforzarse por entrar en él» (NA: Lc 16, 16), y, por otra parte, el Evangelio refiere que, en el instante de la muerte de Cristo, el velo del Templo se rasgó de arriba abajo, suceso que, como las palabras citadas, indica que el advenimiento de Cristo puso fin al Mosaísmo; ahora bien, se podría objetar que el Mosaísmo, como Palabra divina, no es en modo alguno susceptible de anulación, puesto que «nuestra Thora es para la eternidad y nada se puede quitar ni añadir a ella» (NA: Maimónides); ¿cómo conciliar, pues, la abolición del Mosaísmo o, más bien, del ciclo glorioso de su existencia, con la «eternidad» de la Revelación mosaica? En primer lugar, hay que comprender que esta abolición, aunque es real en el orden a que ella concierne, no deja de ser por eso menos relativa, mientras que la realidad intrínseca del Mosaísmo es absoluta, por lo mismo que es divina, y es esta cualidad divina la que se opone necesariamente a la supresión de una Revelación, al menos durante tanto tiempo como la forma doctrinal y ritual de ésta permanezca intacta, como es el caso del Mosaísmo, sin que Cristo haya tenido que conformarse a ella (NA: Es conveniente, sin embargo, hacer notar que la decadencia del esoterismo judaico en la época de Cristo — ¡Nicodemo, doctor de Israel, ignoraba el misterio de la resurrección! — permitía considerar el Mosaísmo en su totalidad, y en relación a la nueva Revelación, como un exoterismo exclusivo, es decir, de alguna manera masivo, manera de ver que no tiene, sin embargo, más que un valor accidental y provisional, por lo mismo que limitado al origen del Cristianismo; como quiera que sea, la Ley mosaica no debía condicionar el acceso a los nuevos Misterios tal como lo haría el exoterismo en relación al esoterismo del que es el complemento, y fue otro exoterismo el que se constituyó para la nueva religión, pero con vicisitudes de adaptación y de interferencias que continuaron durante siglos. Paralelamente, el Judaísmo, por su parte, reconstituía y readaptaba su exoterismo en el nuevo ciclo de su historia, la diáspora, y parece que hubo aquí un proceso de alguna manera correlativo al del Cristianismo, y esto gracias precisamente al amplio influjo de espiritualidad que representaba la manifestación del Verbo crístico. Todos los elementos cercanos al medio de esta manifestación experimentaron directa o indirectamente, abiertamente o de una forma cubierta, sus influencias, y fue así como se produjo, durante el primer siglo del ciclo cristiano, de un lado la desaparición de los misterios antiguos, de los que una parte fue absorbida por el mismo esoterismo cristiano, y de otro lado una irradiación de las fuerzas espirituales en las tradiciones mediterráneas, por ejemplo en el neoplatonismo; por lo que se refiere al Judaísmo, ha existido hasta nuestros días, y sin duda existe hoy mismo, una verdadera tradición esotérica, cualquiera que sea la época exacta en la que se haya operado ese enderezamiento por causa de la manifestación de Cristo y el comienzo del nuevo ciclo tradicional, la diáspora, y cualquiera que haya sido más tarde el papel verosímilmente análogo del Islam con relación al Judaísmo como con relación al Cristianismo). La abolición del Mosaísmo por Cristo procede de la Voluntad divina, pero la permanencia intangible del Mosaísmo es todavía de un orden más profundo, en el sentido en que procede de la Esencia divina misma, de la que esa Voluntad no es más que una manifestación particular, como una ola es una manifestación particular del agua cuya naturaleza ella no podría modificar. La Voluntad divina manifestada por Cristo no podía afectar más que un modo particular del Mosaísmo, no su cualidad «eterna»; por consiguiente, aunque la Presencia real (NA: Shekhinah) haya dejado el Santo de los Santos del Templo de Jerusalén, esta divina Presencia permanece siempre en Israel, no ya, es cierto, a la manera de un fuego ininterrumpido localizado en un santuario, sino como una piedra de fuego que, sin manifestar el fuego de una manera permanente, lo contiene, sin embargo, virtualmente y puede manifestarlo periódica o incidentalmente.

Co el Judaísmo y el Cristianismo, el monoteísmo comportaba dos grandes expresiones antagónicas que el Islam, aunque necesariamente antagonista él mismo en relación a las otras dos formas, recapituló de algún modo, armonizando ese antagonismo judeo-cristiano en una síntesis que marcó el término de desenvolvimiento y de realización integral del monoteísmo. Esto se encuentra ya confirmado por el simple hecho de que el Islam constituye el tercer aspecto de esta corriente tradicional, es decir, que representa el número 3, que es el de la armonía, así como el número 2 es el de la alternativa y no se basta a sí mismo, teniendo, o bien que reducirse a la unidad mediante la absorción de uno de sus miembros por el otro, o bien recrear esta unidad mediante la producción de una unidad nueva. Estos dos modos de realización de la unidad son productos del Islam, que presenta la solución del antagonismo judeo-cristiano de la que, de una parte, él ha salido en un cierto sentido, y de otra, la anula por reducción al monoteísmo puro de Abraham. En este orden de ideas, se puede comparar el Islam con un Judaísmo que no hubiese rechazado el Cristianismo, o con un Cristianismo que no hubiese renegado del Judaísmo; pero, si su actitud puede ser caracterizada así en tanto que ha sido producto del Judaísmo y del Cristianismo, se sitúa fuera de esta dualidad en tanto se identifica con el origen de ella, al rechazar, por una parte, el «desenvolvimiento» judaico, y de otra, la «transgresión» cristiana, y devolviéndole la importancia central que había adquirido primeramente el pueblo judío y Cristo después, en la afirmación fundamental del monoteísmo, a saber, la Unidad de Dios. Para poder sobrepasar así el mesianismo es preciso que el Islam se coloque en otro punto de vista diferente y lo reduzca, para reintegrárselo, a su propio punto de vista, de ahí la integración de Cristo en la línea de los Profetas, que va desde Adán a Mahoma. No hace falta decir que el Islam, como las dos religiones precedentes, nace por una intervención directa de la Voluntad divina, de la que el monoteísmo había surgido, y que el Profeta debe reflejar, según una posibilidad especial y el modo de realización correspondiente, la verdad mesiánica esencial e inherente al monoteísmo original o abrahámico. En un cierto sentido, el Islam puede ser considerado «la reacción» abrahámica contra la anexión del monoteísmo por Israel de una parte y por el Mesías de otra; y si, metafísicamente, estos dos puntos de vista no se excluyen en absoluto el uno al otro, el modo dogmático no podría realizarlos simultáneamente y no puede, por propia definición, afirmarlos más que mediante dogmas antagónicos que comparten el aspecto exterior del monoteísmo integral.

Si el Judaísmo y el Cristianismo representan bajo un cierto aspecto un frente único con relación al Islam, el Cristianismo y el Islam se oponen a su vez al Judaísmo, y ello por su tendencia a la plena realización de la doctrina monoteísta; pero hemos visto que esta tendencia estuvo limitada, en la forma cristiana, por la preponderancia de la idea mesiánica que no puede ser más que secundaria para el monoteísmo puro. El elemento legislativo del Judaísmo fue roto por una «exteriorización», necesaria y legítima aquí, de concepciones esotéricas, y fue, por así decir, absorbida por el «Más allá», conforme a la fórmula: Regnum meum non est de hoc mundo. El orden social fue reemplazado por el orden espiritual, constituyendo los sacramentos de la Iglesia no otra cosa que la legislación correspondiente a este orden; pero como esta legislación espiritual no responde a las exigencias sociales, hubo que recurrir a elementos heterogéneos de legislación, lo que dio lugar a un dualismo cultural nefasto para el mundo cristiano. El Islam restableció una legislación sagrada para «este mundo», y fue así como coincidió con el Judaísmo, reafirmando a la vez la universalidad que había afirmado el Cristianismo antes que él, al romper la corteza de la Ley mosaica.

Podríamos también decir esto: el equilibrio de los dos aspectos divinos de Rigor y Clemencia constituye la esencia misma de la Revelación mahometana, y es en esto en lo que ésta coincide con la Revelación abrahámica; en cuanto a la Revelación crística, si ella afirma su superioridad con relación a la Revelación mosaica, es porque la Clemencia es principial y ontológicamente «anterior» al Rigor, como lo atestigua la inscripción del Trono de Allah: «En verdad, Mi Clemencia precede a Mi Cólera» (NA: Inna Rahmati sabaqat Ghadabi). El monoteísmo revelado a Abraham poseía el esoterismo y el exoterismo en perfecto equilibrio y, en una cierta medida, en indistinción primordial, aunque, sin embargo, no se trate aquí más que de una primordialidad relativa sólo a las religiones de raíz semítica; con Moisés, es el exoterismo el que, por así decir, se convierte en tradición, en el sentido de que determina la forma de ésta sin perjudicar su esencia; con Cristo, es, en el mismo sentido, pero aplicado inversamente, el esoterismo el que de alguna manera se convierte a su vez en tradición; a través de Mahoma, en fin, se restablece el equilibrio inicial, cerrándose el ciclo de la Revelación monoteísta. Estas alternancias en la Revelación integral del monoteísmo proceden de la misma naturaleza de éste y no son pues imputables a las solas vicisitudes de las contingencias; la «letra» y el «espíritu», al ser comprendidos sintéticamente en el monoteísmo primordial o abrahámico, debían cristalizarse de alguna manera, por diferenciación y sucesivamente, en el transcurso del ciclo de la Revelación monoteísta, debiendo manifestar el Abrahamismo el equilibrio indiferenciado del «espíritu» y de la «letra», el Mosaísmo la «letra», el Cristianismo el «espíritu» y el Islam el equilibrio diferenciado de estos dos aspectos de la Revelación.

Toda religión es forzosamente una adaptación, y quien dice adaptación dice limitación. Si esto es verdad para las tradiciones puramente metafísicas, lo es todavía mucho más para los dogmatismos, que representan adaptaciones a mentalidades más limitadas (NA: Si tiene fundamento decir que la mentalidad de los pueblos occidentales, incluidos a este respecto los del Próximo Oriente, es más limitada que la de la mayoría de los pueblos orientales, es en razón de una cierta intrusión, en los occidentales; del elemento pasional en el dominio de la inteligencia; de ahí su propensión a no ver las cosas creadas más que bajo un aspecto, el del «hecho bruto», y su falta de aptitud para la contemplación intuitiva de las esencias cósmicas y universales que se insinúan en las formas; es lo que explica la necesidad de un teísmo abstracto que debe defenderse del riesgo de idolatría, tanto como del riesgo de panteísmo. Se trata aquí de una mentalidad que se extiende ya desde hace siglos, y por razones cíclicas, cada vez más entre todos los pueblos, lo que permite comprender, de una parte, la relativa facilidad de las conversiones religiosas en los pueblos de civilización no dogmática, es decir, mitológica y metafísica, y de otra, el carácter providencial de la expansión musulmana en los dominios de estas civilizaciones). Estas limitaciones, que se encuentran ya de alguna manera en los orígenes de las formas tradicionales, y que se manifiestan en el transcurso de su desenvolvimiento, llegan a constituirse en lo más sobresaliente al fin de un ciclo, concurriendo a este mismo fin. Si estas limitaciones son necesarias para la vitalidad de las religiones, no por eso son menos limitaciones y reclaman sus consecuencias; las mismas heterodoxias son consecuencias indirectas de esta necesidad de restringir la amplitud de la forma tradicional, de limitarla a medida que se avanza en la edad de sombra; y ello no puede ser de otra manera, incluso para los símbolos sagrados, porque sólo la Esencia infinita, eterna e informal es absolutamente pura y está fuera de todo alcance, y sólo Su trascendencia debe hacerse manifiesta mediante la disolución de las formas tanto como mediante su irradiación a través de éstas.

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