NATURALEZA PARTICULAR Y UNIVERSALIDAD DE LA TRADICION CRISTIANA
Lo que estamos obligados a llamar, a falta de un término mejor, el exoterismo cristiano, no es estrictamente análogo, ni por su origen ni por su estructura, a los exoterismos judaico y musulmán. Mientras que éstos han sido instituidos como tales desde su origen, en el sentido de que forman parte de la Revelación aunque distinguiéndose netamente del elemento esotérico, lo que fue más tarde el exoterismo cristiano no aparece apenas como tal en la misma Revelación crística, o al menos no aparece en ella más que incidentalmente. Es verdad que los textos más antiguos, especialmente las epístolas de San Pablo, dejan entrever un modo exotérico o dogmatista; así ocurre, por ejemplo, cuando la relación jerárquica principial que existe entre el esoterismo y el exoterismo es presentada como una relación en cierto modo histórica existente entre la Nueva y la Antigua Alianza, siendo entonces ésta identificada con la «letra que mata» y aquélla con el «espíritu que vivifica», (NA: La interpretación exotérica de una tal palabra equivale a un verdadero suicidio, porque ella debe volverse inevitablemente contra el exoterismo que la ha anexionado; esto es lo que demostró la Reforma, que se apoderó, en efecto, ávidamente de dichas palabras (NA: II Co 3,6) para hacer de ellas su principal arma, usurpando así el puesto que habría debido volver normalmente al esoterismo) sin que sea tenida en cuenta, en esta forma de hablar, la realidad integral inherente a la Antigua Alianza, es decir, a lo que, precisamente, equivale principialmente a la Nueva Alianza, y de la que ésta no es más que una forma o adaptación nueva. Este ejemplo muestra cómo el punto de vista dogmatista o teológico (NA: El Cristianismo fue el heredero del Judaísmo, cuya forma coincide con el origen mismo de este punto de vista; es casi superfluo insistir sobre que la presencia de éste en el Cristianismo primitivo no aminora en nada la esencia iniciática de este último. «Hay — dice Orígenes — diversas formas del Verbo bajo las cuales El se revela a Sus discípulos, conformándose al grado de luz de cada uno, según el grado de sus progresos en la santidad.» (NA: Cotra Cels., IV, 16)), en lugar de abarcar una verdad integralmente, elige, por razones de oportunidad, un solo aspecto y le presta un carácter exclusivo y absoluto. Sin este carácter dogmático, no se debe olvidar jamás, la verdad religiosa permanecería ineficaz respecto al fin particular que su punto de vista se propone en virtud mismo de las dichas razones de oportunidad. Se da aquí, pues, una doble restricción de la verdad pura: de una parte, se presta a un aspecto de la verdad integral y, de otra parte, se atribuye a lo relativo un carácter absoluto; además, este punto de vista de oportunidad entraña la negación de todo lo que, no siendo ni accesible ni indispensable para todos sin distinción, sobrepasa por esto la razón de ser de la perspectiva teológica y debe ser dejado fuera de ésta, de donde las simplificaciones y síntesis simbólicas propias de todo exoterismo (NA: Así, los exoterismos semíticos niegan la transmigración del alma y, por consiguiente, la existencia de un alma inmortal en los animales, o incluso el fin cíclico total que los hindúes llaman maha-pralaya, fin que implica el aniquilamiento de toda la creación (NA: samsara); estas verdades no son en absoluto indispensables para la salvación y comportan inclusive ciertos peligros para las mentalidades a las que se dirigen las doctrinas exotéricas; esto es decir que un exoterismo está siempre obligado a pasar bajo silencio o a rechazar los elementos esotéricos incompatibles con su forma dogmática.
Sin embargo, para prevenir toda posible objeción contra los ejemplos que acabamos de aducir, hemos de formular dos reservas: por lo que respecta a la inmortalidad del alma en los animales, la negación teológica tiene razón en el sentido de que un ser no puede, en efecto, alcanzar la inmortalidad en tanto que está sujeto al estado animal, puesto que éste, al igual que el estado vegetal o mineral, es periférico, y la inmortalidad y la liberación no pueden ser alcanzadas más que a partir de un estado central como es el estado humano; por este ejemplo se ve que una negación religiosa de carácter dogmático no está nunca desprovista de sentido. Por otra parte, por lo que respecta a la negación del maha-pralaya, hemos de añadir que ella no es estrictamente dogmática y que el fin cíclico total, fin que concluye una «vida de Brahma», se encuentra netamente atestiguado por fórmulas tales como las siguientes: «Porque en verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que falte una jota o una tilde de la Ley hasta que todo se cumpla» (NA: Mt 5, 18). «Permanecerán (NA: halidin) mientras duren el cielo y la tierra, a menos que tu Señor lo quiera de otra forma» (NA: Corán, XI, 107)); en fin, mencionemos todavía, como rasgo particularmente saliente de estas doctrinas, la asimilación de hechos históricos a verdades principiales y las confusiones inevitables que de ello resultan: por ejemplo, cuando se dice que todas las almas humanas, desde Adán hasta los difuntos contemporáneos de Cristo, debían esperar hasta que éste bajase a los infiernos y los liberase de él, se confunde al Cristo histórico con el Cristo cósmico, y se representa una función eternal del Verbo como un hecho temporal, por la simple razón de que Jesús fue una manifestación de este Verbo; lo que equivale a decir que, en el mundo en que ella se ha producido, El era sin duda la encarnación única del Verbo. Otro ejemplo es el de la divergencia cristiano-musulmana sobre el tema de la muerte de Cristo: aparte de que el Corán, por su aparente negación de ésta, no hace en el fondo más que afirmar que Cristo no ha sido muerto realmente — lo que no solamente es evidente por la naturaleza misma del Hombre-Dios, sino verdadero también en cuanto a su naturaleza humana, puesto que ésta resucitó — , la negativa de los musulmanes a admitir la Redención histórica, cuyos hechos, para la humanidad cristiana, son la única expresión terrestre de la Redención universal, significa en último análisis que Cristo no murió por los «buenos», que aquí son los musulmanes en tanto que ellos se benefician de otra forma terrestre de la Redención una y eterna; en otros términos, si en principio Cristo murió por todos los hombres — de la misma manera que la Revelación islámica se dirige principialmente a todos —, de hecho no murió más que por aquéllos que se benefician, y se deben beneficiar, de los medios de gracia que perpetúan su obra redentora (NA: Recordemos igualmente, en este orden de ideas, esta frase de San Agustín: «Lo que se llama hoy religión cristiana existía entre los antiguos y no ha dejado nunca de existir desde el origen del género humano hasta que, habiendo venido el mismo Cristo, se ha comenzado a llamar cristiana a la verdadera religión que existía ya desde antes.» Retract, I, XIII, 3). Este pasaje ha sido comentado a su vez por el abate P J Jallabert en su libro El Catolicismo antes de Jesucristo: «La religión católica no es más que una continuación de la religión primitiva restaurada y generosamente enriquecida por quien conocía su obra desde el comienzo. Esto es lo que explica por qué el apóstol San Pablo no se proclamaba superior a los Gentiles más que por la ciencia de Jesús crucificado. En efecto, los Gentiles no tenían que adquirir más que el conocimiento de la encarnación y de la redención consideradas como hecho cumplido, porque ellos habían recibido ya el depósito de todas las otras verdades… Es oportuno considerar que esta divina revelación, hecha irrecognoscible por la idolatría, se había conservado sin embargo en su pureza y quizá en toda su perfección bajo los antiguos misterios de Eleusis, de Lemnos y de Samotracia.» Este «conocimiento de la encarnación y de la redención» implica ante todo el conocimiento de la renovación operada por Cristo de un medio de gracia que en sí mismo es eterno, como lo es la Ley que Cristo vino a cumplir y no a abolir. Este medio de gracia es esencialmente siempre el mismo y el único que es, cualquiera que puedan ser las diferencias de sus modos según los diferentes medios étnicos y culturales a los cuales se revele; la Eucaristía es una realidad universal como el mismo Cristo); ahora bien, la distancia tradicional del Islam con respecto al Misterio crístico debe revestir exotéricamente la forma de una negación, exactamente como el exoterismo cristiano debe negar la posibilidad de salvación fuera de la Redención operada por Jesús. Como quiera que sea, una perspectiva religiosa, si puede ser contestada ab extra, es decir, según otra perspectiva religiosa, procedente de un aspecto diferente de la verdad considerada, no es menos incontestable ab intra en el sentido de que, al poder servir de medio de expresión de la verdad total, es la clave de ella. Tampoco se debe perder de vista jamás que las restricciones inherentes al punto de vista dogmático son en su orden conformes a la Bondad divina, que quiere impedir a los hombres que se pierdan y que les otorga lo que es accesible e indispensable para todos, teniendo siempre en cuenta predisposiciones mentales de la colectividad humana considerada (NA: En un sentido análogo es como se dice en el Islam que «la divergencia de los exegetas es una bendición» (NA: Ikhtilaf el'ulama'i rahmah)).
Estas consideraciones permiten comprender que todo cuanto, en las palabras de Cristo como en las enseñanzas de los Apóstoles, parece contradecir o despreciar la Ley mosaica, no hace más que expresar en el fondo la superioridad del esoterismo sobre el exoterismo (NA: Esto se desprende de una manera particularmente neta de las palabras de Cristo sobre San Juan Bautista: desde el punto de vista exotérico es evidente que el Profeta más próximo a Cristo-Dios es el más grande de los hombres, pero que, de otra parte, el menor de los Bienaventurados del Cielo es más grande que el hombre que está en la tierra, y esto siempre en razón de esta proximidad de Dios; metafísicamente, estas palabras enuncian la superioridad de lo principial sobre lo manifestado e iniciáticamente la del esoterismo sobre el exoterismo, considerándose en tal caso a San Juan Bautista como la cima y el acabamiento de este último, lo que explica por otra parte por qué su nombre es idéntico al de San Juan Evangelista, que representa el aspecto más interior del Cristianismo); y no se sitúa por consiguiente sobre el mismo terreno que esta Ley (NA: En San Pablo se encuentra este pasaje: «Cierto que la circuncisión es provechosa si guardas la Ley; pero si la traspasas, tu circuncisión se hace prepucio. Mientras que, si el incircunciso guarda los preceptos de la Ley, ¿no será tenido por circuncidado? Por tanto, el incircunciso natural que cumple la Ley te juzgará a ti, que, a pesar de tener la letra y la circuncisión, traspasas la Ley. Porque no es judío el que lo es en lo exterior, ni es circuncisión la circuncisión exterior de la carne, sino que es judío el que lo es en lo interior, y es circuncisión la del corazón, según el espíritu, no según la letra. La alabanza de éste no es de los hombres, sino de Dios.» (NA: Rom. 2, 25-29).
La misma idea la volvemos a encontrar, bajo una forma más concisa, en este pasaje del Corán: «Y ellos dicen: convertíos en Judíos o Nazarenos, a fin de que seáis guiados; responded: 'No, (NA: nosotros seguimos) la vía de Abraham que era puro (NA: o 'primordial' hanif) y que no era de los que asocian (NA: criaturas con Allah, efectos con la Causa o manifestaciones con el Principio) (NA: Recibid) el bautismo de Allah (NA: y no el de los hombres) y ¿quién bautiza mejor que Allah? Y es a El a quien nosotros adoramos'.» (NA: Corán, azora el-baqarah, 135 y 138). Este «bautismo» es lo mismo, desde el punto de vista de la idea fundamental, que lo que San Pablo llama «circuncisión»), al menos a priori, es decir, tan largo tiempo que esta relación jerárquica no es concebida a su vez en modo dogmático. Es demasiado evidente que las principales enseñanzas de Cristo sobrepasan este modo, y esta fue también su razón de ser; ellas sobrepasan, pues, también la Ley, y es sólo así como se puede explicar la actitud de Cristo respecto a la ley del talión, y luego respecto a la mujer adúltera y al divorcio. En efecto, ofrecer la mejilla izquierda a quien ha golpeado sobre la derecha, no es cosa que pueda ser puesta en práctica por una colectividad social con vistas a su equilibrio (NA: Hasta tal punto es esto verdad, que los mismos cristianos no han erigido jamás esta prescripción de Cristo en obligación legal, lo que prueba aun que ella no se sitúa sobre el mismo terreno que la Ley judía y no quería ni podía, por consiguiente, reemplazarla.
Hay un hadith que muestra la compatibilidad entre el punto de vista espiritual afirmado por Cristo y el punto de vista social que es el de la Ley mosaica: se lleva al primer ladrón de la comunidad musulmana delante del Profeta para que le fuese cortada la mano según la Ley coránica; pero el Profeta palidece. Le preguntan: «¿Tienes algo que objetar?» El respondió: «¡Cómo no iba a tener nada que objetar! ¿Debo ayudar a Satán en la enemistad contra mis hermanos? Si vosotros queréis que Dios os perdone vuestro pecado y lo disculpe, también vosotros debéis disculpar el pecado de las gentes. Porque una vez que el pecador ha sido llevado ante el monarca, el castigo debe ser cumplido»), y no tiene sentido más que a título de actitud espiritual; sólo el hombre espiritual se sitúa resueltamente más allá del encadenamiento lógico de las relaciones individuales, porque para ello la participación en la corriente de estas reacciones equivale a una decadencia, al menos cuando esta participación compromete la parte central o alma del individuo, y no cuando ella sigue siendo el acto exterior e impersonal de justicia que la Ley mosaica tenía a la vista; pero precisamente al no ser ya comprendido este carácter impersonal de la ley del talión, y ser reemplazado por las pasiones, Cristo debía expresar una verdad espiritual que, no queriendo condenar más que la pretensión, parecía condenar la Ley misma. Lo que acabamos de decir aparece bien visiblemente en la respuesta de Cristo a los que querían lapidar a la mujer adúltera, quienes, en lugar de actuar impersonalmente en nombre de la Ley, querían actuar personalmente en nombre de su hipocresía; Cristo no se situaba, pues, en el punto de vista de la Ley, sino en el de las realidades interiores, suprasociales, espirituales; y éste fue también su punto de vista respecto al divorcio. Lo que, en la enseñanza de Cristo, pone quizá más claramente en evidencia el carácter puramente espiritual, luego suprasocial y extramoral, de la doctrina crística, son las siguientes palabras: «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo» (NA: Lc. 14, 26); es de toda evidencia imposible oponer tal enseñanza a la Ley mosaica.
El Cristianismo no tiene, pues, los caracteres normales de un exoterismo instituido como tal, pero se presenta más bien como una especie de exoterismo de hecho, no de principio; por otra parte, sin que tengamos que referirnos a ciertos pasajes de las Escrituras, el carácter esencialmente iniciático del Cristianismo es siempre recognoscible en ciertos indicios de primera importancia, tales como la doctrina de la Trinidad, el sacramento eucarístico y más particularmente el uso del vino en este rito, o inclusive en expresiones puramente esotéricas como las de «Hijo de Dios» y sobre todo «Madre de Dios». Si el exoterismo es «lo que es a la vez indispensable y accesible a todos los hombres sin distinción» (NA: Definición dada por Guénon en su articulo Creación y manifestación (NA: «Etudes Traditionnelles», octubre 1937)), el Cristianismo no podría ser un exoterismo en el sentido habitual del término, puesto que él no es en realidad accesible a todos, bien que de hecho, es decir, en virtud de su aplicación religiosa, se impone a todos. Es en suma esta inaccesibilidad exotérica de los dogmas cristianos lo que se expresa al calificarlos de «misterios», palabra que no tiene sentido positivo más que en el orden iniciático al que, por otra parte, pertenecen, pero que, aplicada en sentido religioso, parece querer justificar o velar el hecho de que los dogmas cristianos no comportan ninguna evidencia intelectual directa, si se nos permite expresarnos así; por ejemplo, la Unidad divina es una evidencia inmediata, luego susceptible de formulación exotérica o dogmática, porque una tal evidencia es, en su expresión más simple, accesible a todo hombre sano de espíritu: la Trinidad, por contra, al corresponder a un punto de vista más diferenciado y representar como un desarrollo particular entre otros igualmente posibles, de la doctrina de la Unidad, no es apenas susceptible, rigurosamente hablando, de formulación exotérica, y esto por la simple razón de que una concepción metafísica diferenciada o derivada no es accesible a todos; por otra parte, la Trinidad corresponde forzosamente a un punto de vista más relativo que la Unidad, de la misma manera que la «Redención» es una realidad más relativa que la «Creación». Todo hombre normal puede concebir, en un grado cualquiera, la Unidad divina; porque ella es el aspecto más universal y por consiguiente, en un cierto sentido, más simple de la Divinidad; por contra, no puede comprender la Trinidad más que el que puede comprender la divinidad al mismo tiempo bajo otros aspectos más o menos relativos, es decir que puede, por participación espiritual en el Intelecto divino, moverse en cierto modo en la dimensión metafísica; pero ésta es una posibilidad que, precisamente, está muy lejos de ser accesible a todos los hombres, al menos en el estado actual de la humanidad terrestre. Cuando San Agustín dice que la Trinidad es incomprensible, se sitúa necesariamente — a causa de las costumbres del mundo romano — en el punto de vista racional, que es el del individuo y que, aplicado a las verdades trascendentes, no engendra más que ignorancia; absolutamente incomprensible, a la luz de la intelectualidad pura, no es más que lo que no tiene ninguna realidad, es decir, la nada, que se identifica con lo imposible y que, no siendo nada, no podría ser objeto de ningún tipo de comprensión.
Añadiremos que el carácter esotérico de los dogmas y sacramentos cristianos es la causa profunda de la reacción islámica contra el Cristianismo; éste, al mezclar la haqiqah (NA: Verdad esotérica) con la shariah (NA: Ley exotérica), comportaba ciertos peligros de desequilibrio que se han manifestado en efecto en el curso de los siglos y han contribuido indirectamente a la terrible subversión que es el mundo moderno, conforme a las palabras de Cristo: «No deis a los perros lo que es santo, y no arrojáis vuestras perlas ante los puercos, por miedo a que las pisoteen y, volviéndose contra vosotros, os desgarren.»
Ahora, si el Cristianismo parece confundir dos dominios que normalmente deben permanecer separados, como confunde las dos Especies eucarísticas que representan respectivamente esos dominios, ¿quiere esto decir que ello hubiera podido ser de otra manera, y que esta confusión no es sino producto de errores individuales? Seguramente no; pero lo que hay que decir es que la verdad interior o esotérica debe manifestarse a veces a la luz del día, y esto en virtud de una posibilidad determinada de manifestación espiritual, independientemente de las deficiencias de tal medio humano; en otros términos, esta «confusión» (NA: La expresión más general de esta «confusión», que se podría llamar también «fluctuación», es la mezcla, en las Escrituras del Nuevo Testamento, de los dos grados de inspiración que los hindúes designan, respectivamente, por los términos de Shruti y Smriti, y los musulmanes por los términos de nafath Er-Rúh e ilqa Er-Rahmaniyah. Esta última palabra, como la de Smriti, designa la inspiración derivada o secundaria, mientras que la primera, como la de Shruti, designa la Revelación propiamente dicha, es decir, la palabra divina en sentido directo. En las epístolas, esta mezcla aparece inclusive explícitamente en varias ocasiones; el séptimo capítulo de la primera epístola a los Cointios es particularmente instructivo a este respecto) es la consecuencia negativa de algo que en sí mismo es positivo y que no es otra cosa que la propia manifestación crística. Sin duda es a esto, y a toda otra manifestación análoga del Verbo, en cualquier grado de universalidad que ella se produzca, a lo que se refieren las palabras inspiradoras: «La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron». Por definición metafísica o cosmológica, podríamos decir, Cristo debía quebrar la corteza que representaba la Ley mosaica, sin negarla, sin embargo; siendo El mismo el nudo viviente de esta corteza, tenía todos los derechos para ello; El era, pues, «más verdadero» que ella, que es uno de los sentidos de estas palabras suyas: «Antes de que Abraham fuera, yo ya era.» Podríamos decir también que si el esoterismo no concierne a todo el mundo es, analógicamente hablando, porque la luz penetra tales materias y no tales otras, mientras que, si a veces debe manifestarse a la luz del día, como fue el caso de Cristo y, en menor grado de universalidad, de un El-Hallaj, es porque, siempre por analogía, el sol lo ilumina indistintamente todo; pues si «la Luz luce en las tinieblas», en el sentido principial o universal del que aquí se trata, es porque ella manifiesta una de sus posibilidades, y una posibilidad es por definición algo que no puede ser, por ser un aspecto de la absoluta necesidad del Principio divino.
Estas consideraciones no deben hacernos perder de vista un aspecto complementario de la cuestión, más contingente, sin embargo, que el primero: debe haber igualmente del lado humano, es decir, en el medio en que una tal manifestación divina se produce, una razón suficiente para esta producción; ahora bien, para el mundo al que se dirige la misión de Cristo, esta manifestación sin velo de las verdades que normalmente deben permanecer veladas — en ciertas condiciones de tiempo y de lugar al menos — era el único medio posible de operar el enderezamiento del que este mundo tenía necesidad; esto basta para justificar lo que, en la irradiación crística tal como nosotros la hemos definido, sería anormal e ilegítimo en circunstancias ordinarias. Un tal desnudamiento del «espíritu» oculto en la «letra» no podría, sin embargo, abolir enteramente ciertas leyes inherentes a todo esoterismo, so pena de despojar a éste de su naturaleza propia; así, Cristo «todas estas cosas dijo en parábolas a las muchedumbres, y no les hablaba nada sin parábolas, para que se cumpliera el anuncio del profeta, que dice: 'Abriré en parábolas mi boca, declararé las cosas ocultas desde la creación'» (NA: Mt 13, 34-35). A pesar de esto, un tal modo de irradiación, pese a ser inevitable en el caso particular a que concierne, no constituía menos una «espada de doble filo», si se nos permite expresarnos así. Pero hay otra cosa, y es que la vía crística, análoga en esto a las vías bhakticas de la India o a ciertas vías búdicas, es esencialmente una «vía de Gracia»; ahora bien, en estos métodos, en razón incluso de su naturaleza específica, la distinción entre un aspecto exterior y uno interior se encuentra atenuada y a veces como ignorada, en el sentido de que la «Gracia», que es de orden iniciático en su médula o en su esencia, tiene tendencia a darse en la más amplia medida posible, lo que puede hacer en virtud de la simplicidad y de la universalidad de su simbolismo y de sus medios. Podríamos así decir que, si la separación entre la «vía de mérito» y la «vía de Conocimiento» es forzosamente profunda en razón de su respectiva referencia a la acción meritoria y a la contemplación intelectual, la «vía de Gracia» ocupará en cierto sentido una posición intermedia; la aplicación interior y exterior se unirán en ella en una misma irradiación de Misericordia, y en el dominio de la realización espiritual se darán más bien diferencias de grado que diferencias de principio; toda inteligencia y toda voluntad puede participar, en la medida de sus posibilidades, en una sola y la misma Gracia, y esto nos permite evocar la imagen del sol iluminando indistintamente todo, pero actuando, sin embargo, de una forma diferente sobre las diferentes materias.
Ahora, abstracción hecha de que un tal modo sintético de irradiación — con su desnudamiento de verdades que un exoterismo normal debe dejar velado — era el único medio posible de operar el enderezamiento espiritual de que tenía necesidad el mundo occidental, hay que decir que este modo tiene un carácter providencial en relación a la evolución cíclica, en el sentido de que está comprendido en el Plan divino concerniente al desenvolvimiento final de este ciclo de la humanidad. Desde otro punto de vista, se podría también reconocer, en la desproporción entre la cualidad puramente espiritual del Don crístico y su medio demasiado heterogéneo de recepción, el indicio de un modo excepcional de la Misericordia divina que, sí, se renueva constantemente respecto a la criatura: Dios, para salvar una de las partes «enfermas» de la humanidad o, digamos, «una humanidad», consiente en ser profanado; pero de otro lado — y es aquí una manifestación de Su Impersonalidad la que escapa por definición al punto de vista religioso —, El Se sirve de esta profanación, puesto que «es preciso que haya escándalo», a fin de operar la decadencia final del ciclo, decadencia necesaria para el agotamiento de todas las posibilidades incluidas en éste, luego necesaria al equilibrio y al cumplimiento de la gloriosa irradiación universal de Dios.
El punto de vista dogmatista está obligado, a menos de admitir que los actos de su Dios personal, el único que él considera, se contradicen, a calificar los actos aparentemente contradictorios de la Divinidad impersonal — allí donde no puede negarlos pura y simplemente como lo hace en los casos de la diversidad de las formas religiosas — de «misteriosos» y de «insondables», atribuyendo naturalmente estos «misterios» a la Voluntad del Dios personal.
La existencia de un esoterismo cristiano, o más bien el carácter eminentemente esotérico del Cristianismo primitivo, no se desprende solamente de los textos ,del Nuevo Testamento, donde ciertas palabras de Cristo no tienen ningún sentido exotérico, ni solamente de la naturaleza de los ritos — por hablar solamente de lo que es accesible, en alguna medida desde fuera, en la Iglesia latina —, sino todavía del testimonio explícito de los autores antiguos; así San Basilio, en su Tratado del Espíritu Santo, habla de una «tradición tácita y mística mantenida hasta nuestros días, y de una instrucción secreta que nuestros padres han observado sin discusión, y que nosotros seguimos permaneciendo en la sencillez de su silencio. Porque ellos habían aprendido hasta qué punto el silencio era necesario para guardar el respeto y la veneración debidos a nuestros santos misterios. Y, en efecto, no era conveniente divulgar por escrito una doctrina que entraña cosas que no está permitido contemplar a los catecúmenos».
«La salvación no es posible — dice San Dionisio el Areopagita — más que para los espíritus deificados, y la deificación no es más que la unión y la semejanza que uno se esfuerza en tener con Dios… Lo que es compartido uniformemente y, por así decir, en masa con las bienaventuradas Esencias que habitan los Cielos, nos es transmitido a nosotros como en fragmentos y bajo la multiplicidad de símbolos variados en los divinos oráculos. Porque son los divinos oráculos los que fundan nuestra jerarquía. Y por esta palabra hay que entender no solamente lo que nuestros Maestros inspirados nos han dejado en las Santas Cartas y en sus escritos teológicos, sino también lo que ellos transmitieron a sus discípulos mediante una especie de enseñanza espiritual y casi celeste, iniciándoles de espíritu a espíritu de una manera corporal, sin duda, puesto que ellos hablaban, pero que yo me atrevería a llamar también inmaterial, puesto que no escribían. Pero al tener que traducirse estas verdades en los usos de la Iglesia, los Apóstoles las expusieron bajo el velo de los símbolos y no en su sublime desnudez; porque no todos somos santos y, como dice la Escritura, la Ciencia no es para todos» (NA: Se nos permitirá citar también a un autor católico bien conocido, Paul Vulliaud: «Hemos adelantado que el procedimiento de enunciación dogmática fue, durante los primeros siglos, el de la Iniciación sucesiva; en una palabra, que había un exoterismo y un esoterismo en la religión cristiana. Co perdón, historiadores, pero el vestigio de la «ley del arcano» se encuentra incontestablemente en el origen de nuestra religión… Para captar con toda claridad la enseñanza doctrinal de la Revelación cristiana, es preciso admitir, como anteriormente hemos insistido, el doble grado de la predicación evangélica. La ley que ordenaba no revelar los dogmas más que a los Iniciados se perpetúa durante mucho tiempo para que los más ciegos y los más refractarios puedan sorprenderse ante sus huellas innegables. El historiador Sozomène escribió, a propósito del Cocilio de Nicea, que él quería, en primer lugar, aportar detalles sobre él 'a fin de dejar a la posteridad un monumento público de verdad'. Se le aconseja callar 'lo que no debe ser conocido más que de los padres y de los fieles'. La 'ley del secreto', por consiguiente, se perpetúa en algunos lugares después de la universal divulgación conciliar del Dogma… San Basilio, en su obra Sobre la verdadera y piadosa fe, cuenta que él se abstenía de utilizar términos como Trinidad y consubstancialidad, que no se encuentran en las Escrituras — decía él —, aunque las cosas que significan sí se encuentran en ella… Tertuliano, contra Praxeas, dice que no hace falta hablar, en palabras claras, de la Divinidad de Jesucristo y que se debe llamar Dios al Padre y Señor al hijo… Tales locuciones, habituales, ¿no parecen de todo punto como los indicios de una convención, puesto que esta fórmula de lenguaje reticente se encuentra en todos los autores de los primeros siglos, que es de aplicación canónica?… La primitiva disciplina del cristianismo comportaba una sesión de examen en la que los componentes (NA: los que pedían el bautismo) eran admitidos a la elección. Esta sesión era llamada escrutinio. Se trazaba una señal de la cruz sobre las orejas del catecúmeno, pronunciando Ephpheta, lo que hacía que la ceremonia se llamara el 'escrutinio de la apertura de los oídos'. Los oídos eran abiertos a la recepción (NA: Qabbalah), a la tradición de las verdades divinas… El problema sinóptico-johánico… no puede resolverse más que recordando la existencia de la doble enseñanza, exotérica y acroamática, histórica y teológica-mística… Hay una teología parabólica. Ella formaba parte de ese patrimonio que Teodoreto llama, en el Prefacio de su Coentario al Cantar de los Cantares, la 'herencia paterna', lo que significa la transmisión del sentido que se aplica a la interpretación de las Escrituras… El dogma, en su parte divina, constituía la revelación reservada a los Iniciados, bajo 'la disciplina del arcano'. Tenzelius pretendía remontar el origen de esta 'ley del secreto' a fines del siglo IX… Emmanuel Schelstrate, bibliotecario del Vaticano, la constataba con razón en los siglos apostólicos. En realidad, el modo esotérico de transmisión de las verdades divinas y de interpretación de los textos existía entre los judíos como entre los gentiles y, en fin, más tarde, entre los cristianos… Si nos obstinamos en no estudiar los procedimientos iniciáticos de Revelación, no llegaremos jamás a tener una asimilación subjetiva inteligente del Dogma. Las antiguas liturgias no son suficientemente tenidas en consideración y, de la misma manera, la erudición hebraica es absolutamente descuidada… Los Apóstoles y los Padres conservaron en el secreto y el silencio la 'Majestad de los Misterios'; San Dionisio el Areopagita buscó con afectación el empleo de palabras oscuras; como Cristo fingía llamarse el 'Hijo del Hombre', él llama al bautismo la Iniciación de la Teogenesia… La disciplina del arcano fue muy legítima. Los profetas y el propio Cristo no revelaron los divinos arcanos con una claridad que los hiciese comprensibles a todos» (NA: Paul Vulliaud: Etudes d'Esotérisme catholique). En fin, permítasenos citar también, y a pesar de la longitud del texto, a un autor de principios del siglo XIX: «En sus orígenes, el cristianismo fue una iniciación semejante a la de los paganos. Hablando de esta religión, exclama Clemente de Alejandría: '¡Oh misterios verdaderamente sagrados! ¡Oh luz pura! Al resplandor de las antorchas cae el velo que cubre a Dios y al cielo. Yo me convierto en santo desde que soy iniciado. El Señor mismo es el hierofante; El pone su sello al adepto que ilumina y lo recomienda eternamente a su padre. He aquí las orgías de mis misterios. Venid a haceros recibir'. Se podrían tomar estas palabras por una simple metáfora, pero los hechos prueban que es preciso interpretarlas al pie de la letra. Los evangelios están llenos de calculadas reticencias, de alusiones a la iniciación cristiana. En ellos se lee: 'El que pueda adivinar que adivine; el que tenga oídos que oiga.' Al dirigirse a la muchedumbre, Jesús emplea siempre parábolas: 'Buscad, dice, y encontraréis; llamad y se os abrirá…' Las asambleas eran secretas. No se era admitido a ellas más que en determinadas condiciones. No se llegaba al conocimiento completo de la doctrina sino después de franquear tres grados de instrucción. Los iniciados, pues, se repartían en tres clases. La primera era la de los auditores, la segunda la de los catecúmenos o competentes y la tercera la de los fieles. Los auditores constituían una especie de novicios a los que se preparaba, mediante ciertas prácticas e instrucciones, para recibir la comunicación de los dogmas del cristianismo. Una parte de estos dogmas era revelada a los catecúmenos, los cuales, después de las purificaciones ordenadas, recibían el bautismo, o la iniciación de la teogenesia (NA: generación divina), como la llama San Dionisio en su Jerarquía eclesiástica; se convertían desde ese momento en domésticos de la fe y tenían acceso a las iglesias. Nada había en los misterios de secreto u oculto para los fieles; todo se hacía en su presencia; ellos podían verlo y oírlo todo; tenían derecho a asistir a toda la liturgia; les estaba prescrito examinarse atentamente, a fin de que no se deslizara entre ellos ningún profano o iniciado de un grado inferior; y el signo de la cruz les servía para reconocerse unos a otros. Los misterios se dividían en dos partes. La primera era llamada misa de los catecúmenos, porque los miembros de esta clase podían asistir a ella; comprendía todo cuanto se dice desde el comienzo del oficio divino hasta la recitación del símbolo. La segunda se llamaba misa de los fieles. Coprendía la preparación del sacrificio, el sacrificio mismo y la acción de gracias que sigue. Cuando comenzaba esta misa, un diácono decía en alta voz: sancta sanctis; loris canes! (NA: ¡las cosas santas son para los santos; que se retiren los perros!). Entonces se expulsaba a los catecúmenos y a los penitentes, es decir, a los fieles que, teniendo alguna falta grave que reprocharse, habían sido sometidos a las expiaciones ordenadas por la Iglesia y no podían asistir a la celebración de los espantosos misterios, como los llama San Juan Crisóstomo. Una vez solos, los fieles recitaban el símbolo de la fe, a fin de estar seguros de que todos los asistentes habían recibido la iniciación y de que se podía hablar delante de ellos, abiertamente y sin enigmas, de los grandes misterios de la religión y sobre todo de la Eucaristía. Se mantenía la doctrina y la celebración de este sacramento en un secreto inviolable; y si los doctores hablaban de ellos en sus sermones o en sus libros no era sino con una gran reserva, a medias palabras, enigmáticamente. Cuando Diocleciano ordenó a los cristianos entregar a los magistrados sus libros sagrados, aquellos que, por temor a la muerte, obedecieron este edicto del emperador, fueron expulsados de la comunión de los fieles y considerados como traidores y apóstatas. En San Agustín se puede ver qué dolor conmovió a la Iglesia al ver las sagradas Escrituras en manos de los infieles. A los ojos de la Iglesia significaba una horrible profanación cuando un hombre no iniciado entraba en el templo y asistía al espectáculo de los misterios sagrados. San Juan Crisóstomo señala un hecho de este género al papa Inocencio I. Soldados bárbaros habían entrado en la iglesia de Costantinopla la víspera de Pascua: 'Las mujeres catecúmenas, que se habían desvestido para ser bautizadas, se vieron obligadas por el terror a huir completamente desnudas; aquellos bárbaros no les dieron tiempo a cubrirse. Entraron en los lugares en que se conservan con profundo respeto las cosas santas, y algunos de entre ellos, que no estaban todavía iniciados en nuestros misterios, vieron todo lo que había allí de sagrado.' El número de los fieles, que aumentaba de día en día, llevó a la Iglesia, en el siglo VII, a instituir las órdenes menores, entre las que se encontraban los porteros, que sucedieron a los diáconos y a los subdiáconos en la función de guardar las puertas de las iglesias. Hacia el año 700, todo el mundo fue admitido a la visión de la liturgia, y de todo el misterio que rodeaba en los primeros tiempos el ceremonial sagrado, no se ha conservado más que la costumbre de recitar secretamente el canon de la misa. Sin embargo, en el rito griego el oficiante celebra, todavía hoy día, el oficio divino detrás de unas cortinas, que no es descorrida más que en el momento de la elevación; pero en este momento, los asistentes deben estar posternados o inclinados de tal forma que no pueden ver el santo sacramento.» (NA: F T B Clavel, Histoire pittoresque de la Franc-Masonerie et des Sociétés secrètes anciennes et modernes)).
Hemos dicho más arriba que el Cristianismo representa una «vía de Gracia» o de «Amor» (NA: el bhakti-marga de los hindúes); esta definición requiere aún algunas precisiones de orden general, que formularemos de la manera siguiente: lo que distingue más profundamente la Nueva de la Antigua Alianza es que en ésta predominaba el aspecto divino de Rigor, mientras que en aquélla es, por el contrario, el aspecto de Clemencia el que prevalece; ahora bien, la vía de Clemencia es, en un cierto sentido, más fácil que la del Rigor porque, siendo al mismo tiempo de un orden más profundo, se beneficia de una Gracia particular: es la «justificación por la Fe», cuyo «yugo es suave y su peso ligero», y que hace inútil el «yugo del Cielo» de la Ley mosaica. Esta «justificación por la Fe» es por lo demás análoga — y esto es lo que le confiere todo su alcance esotérico — a la «liberación por el Conocimiento», siendo la una como la otra más o menos independientes de la «Ley», es decir, de las obras (NA: Una diferencia análoga a la que opone la «Fe» y la «Ley» la volvemos a encontrar en el interior del dominio iniciático: a la «Fe» corresponden aquí los diferentes movimientos espirituales fundados sobre la invocación del Nombre divino (NA: el japa hindú, el buddhanusmriti, nienfo o nembutsu búdico y el dhikr musulmán); un ejemplo particularmente típico de esto es el de Shri Chaitanya rechazando todos sus libros para no consagrarse más que a la invocación bhaktica de Krishna, actitud semejante a la de los cristianos rechazando la «Ley» y las «obras» en nombre de la «Fe» y del «Amor». Igualmente, por citar otro ejemplo, las escuelas búdicas japonesas Jodo-Shinshu, cuya doctrina, fundada sobre los sutras de Amithaba, es análoga a ciertas doctrinas del Budismo chino y proceden como éstas del «voto original de Amida», rechazan las meditaciones y las austeridades de otras escuelas búdicas y no practican más que la invocación del nombre sagrado de Amida: el esfuerzo ascético es reemplazado por la simple confianza en la Gracia del Buddha-Amida, Gracia que El acuerda en Su Copasión por quienes le invocan y sin ningún «mérito» por parte de éstos. «La invocación del Nombre sagrado debe ir acompañada de una absoluta sinceridad de corazón y de la fe más completa en la bondad de Amida, que ha querido que todas las criaturas fuesen salvas. Por piedad para con los hombres de los 'Ultimos tiempos', Amida ha permitido, para salvarles de los sufrimientos del mundo, que las virtudes sean sustituidas por la fe en el valor Redentor de Su Gracia». «Todos somos iguales por efecto de nuestra fe común, de nuestra confianza en la Gracia de Amida-Buddha». «Toda criatura, por gran pecadora que sea, está segura de ser salvada y abrazada en la luz de Amida y de obtener un lugar en la 'eterna e imperecedera Tierra de Felicidad, si simplemente cree en el Nombre de Amida-Buddha, y si, abandonando las preocupaciones presentes y futuras de este mundo, se refugia entre las manos liberadoras tan misericordiosamente tendidas hacia todas las criaturas, y recita Su Nombre con una entera sinceridad de corazón.» «Coocemos el Nombre de Amida por las predicaciones de Shakia-Muni y sabemos que en este Nombre se encuentra incluida la fuerza del deseo de Amida de salvar a todas las criaturas. Oír este Nombre es oír la voz de la salvación diciendo: 'Tened confianza en Mí y Yo os salvaré con toda seguridad', palabras que Amida nos dirige directamente. Esta significación está contenida en el nombre de Amida. Mientras que todas nuestras demás acciones están más o menos manchadas de impurezas, la repetición del Namu-Amida-Bu es un acto exento de toda impureza, porque no es que nosotros lo recitemos, sino que es el mismo Amida quien, dándonos Su propio Nombre, nos lo hace repetir.» «Tan pronto como nuestra creencia en nuestra salvación por Amida se despierta y fortifica, nuestro destino está fijado: renaceremos en la Tierra Pura y nos convertiremos en Budas. Entonces, está dicho que seremos totalmente abrazados por la Luz de Amida y que, viviendo bajo Su dirección llena de amor, nuestra vida será llena de una alegría indescriptible, don de Buda» (NA: véase Les Sectes bouddiques japonaises, de E Steinilber-Oberlin y Kuni Matsuo). «El voto original de Amida es el de recibir en Su Tierra de felicidad a quienquiera que pronuncie Su Nombre con una confianza absoluta: ¡Bienaventurados, pues, aquellos que pronuncien Su Nombre! Un hombre puede tener fe, pero si no pronuncia el Nombre, su fe no le servirá para nada. Otro puede pronunciar el Nombre pensando únicamente en esto, pero si su fe no es lo bastante profunda, su renacimiento no tendrá lugar. Pero el que cree firmemente en el renacimiento como resultado del nembutsu (NA: invocación) y pronuncia el Nombre, éste, sin ninguna duda, renacerá en la Tierra de la recompensa» (NA: véase Essais sur le Bouddhisme Zen, vol. III, de Daisetz Teitaro Suzuki). Se habrán podido reconocer sin mucho esfuerzo las analogías sobre las que queríamos llamar la atención: Amida no es otro que el Verbo divino. Amida-Buda puede, pues, transcribirse, en términos cristianos, por «Dios Hijo, Cristo», equivaliendo el Nombre de «Cristo Jesús» al de Buda Shakia-Muni; el Nombre redentor de Amida corresponde exactamente a la Eucaristía y la invocación de este Nombre a la comunión; en fin, la distinción entre jiriki (NA: poder individual, es decir, esfuerzo en vista del mérito) y tariki (NA: poder del otro, es decir, gracia sin mérito) — constituyendo este último precisamente la vía del Jodo-Shinshu — es análogo a la distinción paulina entre la «Ley» y la «Fe». Añadamos aún que si el Cristianismo moderno padece de una cierta regresión del elemento intelectual, es precisamente porque su espiritualidad original era bhaktica y la exoterización de la bhakti entraña inevitablemente una regresión de la intelectualidad en provecho de la sentimentalidad). La Fe no es otra cosa, en efecto, que el modo bhaktico del Conocimiento y de la certidumbre intelectual, lo que significa que es un acto pasivo de la inteligencia, teniendo por objeto no inmediatamente la verdad como tal, sino un símbolo de ésta; este símbolo descubrirá sus secretos en la medida en que la Fe sea grande, y lo será por una actitud de confianza, o de certidumbre emocional, luego por un elemento de bhakti, de amor. La Fe, en tanto es una actitud contemplativa, tiene por sujeto la inteligencia; se puede, pues, decir que es un Conocimiento virtual; pero como su modo es pasivo, debe compensar esta pasividad mediante una actitud activa complementaria, es decir, por una actitud voluntaria cuya substancia será precisamente la confianza y el fervor, gracias a los cuales la inteligencia recibirá certidumbres espirituales. La Fe es a priori una disposición natural del alma a admitir lo sobrenatural; ella será, pues, esencialmente una intuición de lo sobrenatural, provocada por la Gracia que, sí, será actualizada mediante la actitud de confianza ferviente (NA: La vida del gran bhakta Shri Ramakrishna ofrece un ejemplo muy instructivo de este modo bhaktico de Conocimiento: en lugar de partir de un dato metafísico que le hubiese permitido entrever la vanidad de las riquezas, como lo habría hecho un jnanin, él rogaba a Kali que le hiciese comprender, mediante una revelación, la identidad entre el oro y la arcilla: «…Todas las mañanas, durante largos meses, he tenido en mis manos una moneda y un trozo de greda, y he repetido: El oro es arcilla y la arcilla es oro. Pero este pensamiento no operaba en mí ningún trabajo espiritual; nada venía a 'probarme la verdad de un tal aserto. No puedo acordarme al cabo de cuántos meses de meditación, estaba sentado una mañana, al amanecer, a la orilla del río, suplicando a nuestra Madre que hiciese en mí la Luz. Y, de repente, todo el universo se me apareció revestido de un resplandeciente manto de oro… Después el paisaje tomó un aspecto más oscuro, color de arcilla marrón, más bello todavía que el oro. Y mientras que esta visión se grababa profundamente en mi alma, oí como el berrido de más de diez mil elefantes que clamaba en mi oído: La arcilla y el oro no son más que uno para ti. Mis plegarias habían sido escuchadas y yo arrojé al Ganges, muy lejos, la moneda de oro y el trozo de cristal.»
En este orden de ideas, citemos estas reflexiones de un teólogo ortodoxo: «El dogma que expresa una verdad revelada, que se nos presenta como un misterio insondable, debe ser vivido por nosotros en un proceso en el curso del cual, en lugar de asimilar el misterio a nuestro modo de entendimiento, será preciso, por el contrario, que nos empeñemos en un cambio profundo, en una transformación interior de nuestro espíritu, para hacernos aptos para la experiencia mística» (NA: Vladimir Losky, Essai sur la théologie mystique de l'Eglise d'Orient)). Cuando por la Gracia la Fe sea completa, se disolverá en el Amor, que es Dios; es por esto por lo que, desde el punto de vista teológico, los Bienaventurados del Cielo no tienen ya Fe, puesto que ellos ven ya a su objeto: Dios, que es Amor o Beatitud. Añadamos que, desde el punto de vista iniciático, esta visión puede, e inclusive debe, obtenerse desde esta vida, como por otra parte lo enseña la tradición hesiquiasta. Pero hay otro aspecto de la Fe que conviene mencionar aquí. Nos referimos a la conexión entre la Fe y el milagro, de la que queremos hablar; conexión que explica la importancia capital que el último tiene no sólo en Cristo, sino inclusive en el Cristianismo como tal; contrariamente a lo que ocurre en el Islam, el milagro juega en el Cristianismo un papel central y cuasi orgánico, y esto no deja de estar relacionado con el carácter de bhakti propio de la vía cristiana. El milagro, en efecto, sería inexplicable sin el papel que representa en la Fe; no teniendo ningún valor persuasivo en sí mismo, porque, de tenerlo, los milagros satánicos constituirían un criterio de verdad, tiene un valor extremo, por el contrario, en conexión con todos los demás factores que intervienen en la Revelación crística; en otros términos, si los milagros de Cristo, de los Apóstoles y de los santos son preciosos y venerables, es únicamente porque ellos se añaden a otros criterios que permiten a priori atribuir a estos milagros el valor de «signos» divinos. La función esencial y primordial del milagro es la de poner en marcha sea la gracia de la Fe — lo que presupone, en el hombre tocado por esta gracia, una predisposición natural a admitir lo sobrenatural, sea o no consciente esta predisposición —, sea el perfeccionamiento de una Fe ya adquirida. Para precisar todavía mejor el papel del milagro, no solamente en el Cristianismo, sino en todas las formas religiosas — porque no existe ninguna que ignore los hechos milagrosos —, diremos que el milagro, abstracción hecha de su cualidad simbólica que lo emparenta con el objeto mismo de la Fe, es propio para suscitar una intuición que será, en el alma del creyente, un elemento de certidumbre. En fin, si el milagro desencadena la Fe, ésta puede a su vez dar lugar al milagro, que será así una confirmación de esa «Fe que mueve las montañas». Esta relación recíproca muestra también que estos dos elementos están cosmológicamente ligados y que su conexión no tiene nada de arbitraria, al establecer el milagro un contacto inmediato entre la Omnipotencia divina y el mundo, y al establecer la Fe, a su vez, un contacto análogo, aunque pasivo, entre el microcosmos y Dios; el simple raciocinio, es decir, la operación discursiva de lo mental está tan alejada de la Fe como lo están las leyes naturales del milagro, mientras que el conocimiento intelectual verá lo milagroso en lo natural y viceversa.
En cuanto a la Caridad, que es la más importante de las tres virtudes teologales, comporta dos aspectos, uno pasivo y el otro activo: el Amor espiritual es una participación pasiva en Dios que es Amor infinito; pero el amor será por el contrario activo con respecto a lo creado.
El amor al prójimo, en tanto que expresión necesaria del Amor a Dios, es un complemento indispensable de la Fe; estos dos modos de la Caridad se encuentran afirmados por la enseñanza evangélica sobre la Ley suprema, implicando el primer modo la consciencia de que sólo Dios es Beatitud y Realidad, y el segundo la consciencia de que el ego no es ilusorio, identificándose el «yo» de otro en realidad a «mí mismo» (NA: Esta realización del «no-yo» explica el importante papel que en la espiritualidad cristiana juega la humildad, a la que corresponde, en la espiritualidad islámica, la «pobreza» (NA: faqr) y, en la espiritualidad hindú, la «infancia» (NA: balyá); se recordará el simbolismo de la infancia en la enseñanza de Cristo); si yo debo amar al «prójimo» porque él es «yo», esto significa que yo debo amarme a priori, no siendo por otra parte otra cosa que «prójimo»; y si yo debo amarme, sea en «mí mismo» o en el «prójimo», es porque Dios me ama y yo debo amar lo que El ama; y si El me ama es porque ama Su creación o, en otros términos, porque la Existencia misma es Amor y porque el Amor es como el perfume del Creador inherente a toda criatura. De la misma manera que el Amor de Dios, es decir, la Caridad que tiene por objeto las Perfecciones divinas y no nuestro bienestar, es el Conocimiento de la sola Realidad divina en la que se disuelve la aparente realidad de lo creado — conocimiento que implica la identificación del alma con su Esencia increada (NA: «Nosotros somos totalmente transformados en Dios — dice el Maestro Eckhart — y convertidos en El; de la misma manera que, en el sacramento, el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, así yo soy convertido en El, de manera que El me hace Su Ser uno y no simplemente semejante; por el Dios vivo, es cierto que aquí no hay ya ninguna distinción»), lo que representa también un aspecto del simbolismo del Amor —, de la misma manera el amor al prójimo no es en el fondo otra cosa que el conocimiento de la indiferenciación de lo creado ante Dios; antes de pasar de lo creado al Creador, o de lo manifestado al Principio, es preciso en efecto haber realizado la indiferenciación o, digamos, la «nada» de este manifestado; es hacia esto hacia lo que apunta la moral de Cristo, no solamente por la indistinción que ella establece entre el «yo» y el «no-yo», sino también, secundariamente, por su indiferencia al respecto de la justificación individual y del equilibrio social; el Cristianismo se sitúa, pues, fuera de las «acciones y reacciones» del orden humano; no es, pues, exotérico por definición primera. La caridad cristiana no tiene ni puede tener ningún interés en el «bienestar» por sí mismo, porque el verdadero Cristianismo, como toda religión ortodoxa, estima que la única verdadera felicidad de la que puede gozar la sociedad humana es su bienestar espiritual con, como flor de éste, la presencia del santo, meta de toda civilización normal; porque «los muchos sabios son la salud del mundo» (NA: Sab. 6,24). Una verdad que los moralistas ignoran es la de que, cuando la obra de caridad es cumplida por amor a Dios, o en virtud del conocimiento de que «yo» soy el «prójimo» y que el «prójimo» es «yo mismo» — conocimiento que implica por otra parte este amor — la obra de caridad tendrá para el prójimo no solamente el valor de un beneficio exterior, sino también el de una bendición; por contra, cuando la caridad no es ejercida ni por amor a Dios ni en virtud del dicho conocimiento, sino únicamente en vista del simple «bienestar» humano considerado como un fin en sí, la bendición inherente a la verdadera caridad no acompaña el aparente beneficio, ni para quien la ejerce ni para quien la recibe.
La presencia de las órdenes monásticas no podría tener otra explicación que la existencia de una tradición iniciática en la Iglesia de Occidente tanto como en la Iglesia de Oriente, tradición que se remonta — San Benito lo atestigua como lo atestiguan los Hesiquiastas — a los Padres del desierto, luego a los Apóstoles y a Cristo; el hecho de que el cenobitismo de la Iglesia latina se remonte a los mismos orígenes que el de la Iglesia griega — formando éste por lo demás una comunidad única y no comunidades diferentes — prueba precisamente que el primero es de esencia esotérica al igual que el segundo; y asimismo el eremitismo está considerado por una y otra parte como la cumbre de la perfección espiritual — San Benito lo dice explícitamente en su regla —, lo que permite concluir que la desaparición de los eremitas marca el declive de la floración crística. La vida monástica, lejos de constituir una vía suficiente en sí misma, es designada en la Regla de San Benito como un «comienzo de vida religiosa»; en cuanto a «aquel que acelera su marcha hacia la perfección de la vida monástica, para él están las enseñanzas de los Santos Padres, cuya observación conduce al hombre a la meta suprema de la religión» (NA: Citemos también la continuación de este pasaje, perteneciente al último capítulo del libro, titulado Que la práctica de la justicia no está toda contenida en esta regla: «¿Cuál es, en efecto, la página, cuál es la palabra de autoridad divina en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, que no sea una regla muy segura para la conducta del hombre? O aún, ¿cuál es el libro de los Santos Padres católicos que no nos enseñe en alto grado el camino recto para acceder a nuestro Creador? Además, las Coferencias de los Padres, sus Instituciones y sus Vidas (NA: de los Padres del desierto), como asimismo la Regla de nuestro padre San Basilio, ¿qué son sino el ejemplar de los monjes que viven y obedecen como es preciso, y los auténticos documentos de las virtudes? Nosotros, relajados, malvivientes, llenos de descuidos, tenemos la materia para enrojecer de confusión. Quien quiera que tú seas pues, que aceleras tu marcha hacia la patria celestial, cumple primeramente, con la ayuda de Cristo, este débil esbozo de regla que nosotros hemos trazado; después, al fin, alcanzarás, bajo la protección de Dios, estas alturas más sublimes de doctrina y de virtudes, cuyo recuerdo acabamos de evocar»); ahora bien, estas enseñanzas son las que constituyen la misma esencia doctrinal del Hesiquiasmo.
El órgano del espíritu, o el principal centro de la vida espiritual, es el corazón; aquí, todavía, la doctrina hesiquiasta está en perfecto acuerdo con la enseñanza de todas las demás tradiciones iniciáticas. Pero lo que en el Hesiquiasmo hay de más importante desde el punto de vista de la realización espiritual es que enseña el medio de perfeccionar la participación natural del microcosmos humano en el Metacosmos divino transmutándola en participación sobrenatural y finalmente en unión e identidad: este medio es la «plegaria interior» o la «plegaria de Jesús». Esta oración sobrepasa en principio todas las virtudes, porque ella es un acto divino en nosotros y, por tanto, el mejor acto posible; únicamente por medio de esta oración puede realmente la criatura unirse a su Creador; el fin principal de esta oración es, por consiguiente, el estado espiritual supremo, en el cual el hombre sobrepasa todo cuanto pertenece a la criatura y, uniéndose íntimamente a la Divinidad, es iluminada por la Luz divina; este estado es el «santo silencio», simbolizado por otra parte por el color negro de ciertas Vírgenes (NA: Este «silencio» es el exacto equivalente del nirvana hindú y búdico y del fana sufí; al mismo simbolismo se refiere la «pobreza» (NA: faqr) en la que se cumple la «unión» (NA: tawhid). Mencionemos igualmente, en lo que concierne a esta unión real — o a esta reintegración de lo finito en lo Infinito — el título de un libro de San Gregorio Palamas, Testimonio de los santos, que muestra que quienes participen en la Gracia divina se hacen, conforme a la Gracia, sin origen e infinitos. Y recordemos aquí este adagio del esoterismo musulmán: «El sufí no es creado»).
A quienes estiman que la «plegaria espiritual» es cosa fácil e inclusive gratuita, el Palamismo responde que esta plegaria constituye por el contrario la vía más estrecha que existe, pero a cambio conduce a las más altas cimas de la perfección, a condición — y esto es esencial y reduce a la nada las chatas suspicacias de los moralistas — de que la actividad imprecatoria se encuentre de acuerdo con el resto de la actividad humana. En otros términos, las virtudes — o conformidad con la Ley divina — constituyen la conditio sine qua non, fuera de la cual la plegaria espiritual no tendría ninguna eficacia; estamos, pues, muy lejos de la ingenua ilusión de quienes se imaginan poder llegar a Dios por medio de prácticas simplemente maquinales y en ausencia de todo otro tipo de compromiso u obligación. «La virtud — enseña la doctrina palamita — nos dispone para la unión con Dios, pero la Gracia cumple esta unión inexpresable.» Si las virtudes cumplen este papel de formas de conocimiento es porque ellas evocan por analogía «actitudes divinas»; no hay efectivamente virtud que no derive de un Prototipo divino, y éste es el sentido más profundo de las virtudes; «ser» es «conocer».
Llamaremos finalmente la atención sobre el alcance verdaderamente fundamental y realmente universal de la invocación del Nombre divino; éste es, en el Cristianismo — como en el Budismo y en ciertas sectas iniciáticas hindúes — un Nombre del Verbo manifestado (NA: En este punto, se nos viene a la mente la invocación de Amida-Buddha y la fórmula Om mani padmê hum y, por lo que respecta al hinduismo, las invocaciones de Rama y de Krishna), en este caso el Nombre de «Jesús» que, como todo Nombre divino revelado y ritualmente pronunciado, se identifica misteriosamente con la Divinidad; es en el Nombre divino donde se efectúa el misterioso encuentro entre lo creado y lo Increado, lo contingente y lo Absoluto, lo finito y lo Infinito; el Nombre divino es así una manifestación del Principio supremo o, para expresarnos de una manera todavía más directa, es el Principio supremo que se manifiesta; no es, pues, en primer lugar una manifestación, sino el Principio mismo (NA: De la misma manera Cristo, según la perspectiva cristiana, no es en primer lugar hombre, sino Dios). «El sol se cambiará en tinieblas y la luna en sangre, antes de que venga el gran terrible día del Señor — dice el profeta Joel —, pero aquellos que invoquen el Nombre del Señor serán salvados» (NA: Los Salmos contienen varias referencias a la invocación del Nombre de Dios: «Invoco al Señor con mi voz y él me oye desde su montaña santa.» «Yo he invocado el Nombre del Señor. ¡Señor, salva mi alma!». «El Señor está cerca de todos aquellos que le invocan, de quienes le invocan seriamente.» Dos pasajes contienen al mismo tiempo una referencia al modo eucarístico: «Abre tu boca, que quiero llenarla.» «El que hace feliz tu boca a fin de que vuelvas a ser joven como un águila.» Y en Isaías: «No temas, porque Yo te he salvado, Yo te he llamado por tu nombre, tú eres para Mí.» «Buscad al Señor, porque El puede ser encontrado; invocadle, porque El está cerca.» Y Salomón, en el Libro de la Sabiduría: «He invocado, y el Espíritu de la Sabiduría ha venido a mí»); y recordemos también el principio de la primera Epístola a los Cointios, dirigida a «todos los que invocan el nombre de Nuestro Señor Jesucristo en todo lugar», y también, en la primera Epístola a los Tesalonicenses, la prescripción de «rogar sin descanso», que San Juan Damasceno comenta en estos términos: «Es preciso aprender a invocar el Nombre de Dios más que a respirar, en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación. El Apóstol dice: Orad sin descanso; es decir, enseña que se debe recordar a Dios en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación» (NA: En un comentario de San Juan Damasceno, las palabras «invocar» y «acordarse» aparecen para describir o ilustrar una misma idea; ahora bien, es sabido que la palabra árabe dhikr significa a la vez «invocación» y «recuerdo»; de la misma manera, en el Budismo, «pensar en Buda» e «invocar» a Buda se expresa con una misma palabra (NA: buddhanusmriti; el nienfo chino y el nembutsu japonés). Por otra parte, es digno de nota el hecho de que los Hesiquiastas y los Derviches designan la invocación con la misma palabra: los Hesiquiastas llaman «trabajo» la recitación de la «oración de Jesús», mientras que los Derviches llaman «ocupación» o «asunto» (NA: shughl) a toda invocación). No es, pues, sin razón que los Hesiquiastas consideran la invocación del Nombre de Jesús como legada por Este a los Apóstoles: «Es así — dice la Centuria de los monjes Calixto e Ignacio — como nuestro misericordioso y bienamado Señor Jesucristo, en el momento en que se acerca a Su Pasión libremente aceptada por nosotros, lo mismo que en el momento en que, después de Su Resurrección, Se muestra visiblemente a los Apóstoles e inclusive cuando se dispone a ascender hacia el Padre… ha legado a los Suyos estas tres cosas (NA: la invocación de Su Nombre, la Paz y el Amor, que corresponden, respectivamente, a la Fe, la Esperanza y la Caridad)… El principio de toda actividad de amor divino es la invocación confiada del Nombre Salvador de Nuestro Señor Jesucristo, como El mismo ha dicho (NA: Juan, 15, 5): Sin Mí no podéis hacer nada… Por la invocación confiada del Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, esperamos firmemente obtener Su Misericordia y la verdadera Vida oculta en El. Ella se asemeja a otro Manantial divino que no se agota jamás (NA: Juan, 4, 14) y que hace brotar estos dones cuando es invocado el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, sin imperfección, en el corazón.» Y citemos todavía este pasaje de una Epístola (NA: Epístola ad monachos) de San Juan Crisóstomo: «Yo he oído decir a los Padres: '¿Qué es de ese monje que abandona la regla y la desprecia? El debería, cuando come y bebe, y cuando está sentado o cuando sirve a los otros, o cuando camina o cuando haga lo que haga, invocar sin parar: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí…' (NA: Esta fórmula se reduce frecuentemente, sobre todo en los espirituales más avanzados en la vía al simple Nombre de Jesús. «El medio más importante de la vida de oración es el Nombre de Dios, invocado en la oración. Los ascetas y todos cuantos llevan una vida de oración, desde los anacoretas de la Tebaida y los hesiquiastas del Monte Athos…, insisten sobre todo en esta importancia del Nombre de Dios. Fuera de los oficios, existe para todos los ortodoxos una regla de oraciones, compuestas de salmos y de diferentes plegarias; para los monjes es mucho más considerable. Pero lo que es más importante en la oración, lo que constituye el corazón mismo de la plegaria, es que es llamada la oración de Jesús: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pobre pecador.» Esta oración repetida cientos de veces, inclusive indefinidamente, constituye el elemento esencial de toda regla de oración monástica; ella puede, si es necesario, reemplazar los Oficios y todas las demás plegarias, porque su valor es universal. La fuerza de esta oración no reside en su contenido, que es simple y claro (NA: es la oración del peajero), sino en el dulcísimo Nombre de Jesús. Los ascetas dan testimonio de que este Nombre reafirma la fuerza de la presencia de Dios. No solamente Dios es invocado por este Nombre, sino que El está ya presente en esta invocación. Se puede afirmar ciertamente de todo Nombre de Dios, pero hay que decirlo sobre todo del nombre divino y humano de Jesús, que es el Nombre propio de Dios y del hombre. En resumen, el Nombre de Jesús, presente en el corazón humano, le comunica la fuerza de la deificación que el Redentor nos ha concedido» (NA: S. Boulgakof, La Ortodoxia).
«El nombre de Jesús — dice San Bernardo — no es solamente luz, es también alimento. Todo alimento es demasiado seco para ser asimilado por el alma si no está dulcificado por este condimento; es demasiado insípido, si esta sal no le quita su insipidez. Yo no encuentro ningún gusto en tus escritos, si en ellos no puedo leer ese Nombre; ningún gusto en tus discursos, si no lo oigo resonar en ellos. Ese Nombre es miel para mi boca, melodía para mis oídos, alegría para mi corazón, pero también un remedio. ¿Que alguno de vosotros se siente abatido por la tristeza? Que guste a Jesús con la boca y con el corazón, y he aquí que a la luz de Su Nombre toda nube se disipa y el cielo vuelve a estar sereno. ¿Que alguno se deja arrastrar a una falta o experimenta la tentación de la desesperación? Que invoque el nombre de la Vida y la Vida lo reanimará» (NA: Sermón 15 sobre El Cantar de los Cantares)) Persevera sin parar en el Nombre de Nuestro Señor Jesús, a fin de que tu corazón beba el Señor y el Señor beba tu corazón, y así los dos se conviertan en Uno.»
