O Homem e seu devir segundo o Vedanta
CAPÍTULO II – DISTINCIÓN FUNDAMENTAL DEL «SÍ MISMO» Y DEL «YO»
En lugar de los términos «Sí mismo» y «yo», también se pueden emplear los de «personalidad» y de «individualidad», con una reserva no obstante, ya que el «Sí mismo», como lo explicaremos un poco más adelante, puede ser todavía algo más que la personalidad. Los teosofistas, que parecen haber encontrado placer en embrollar su terminología, toman la personalidad y la individualidad en un sentido que es exactamente inverso de aquel en el que deben entenderse correctamente: es la primera la que ellos identifican al «yo», y la segunda al «Sí mismo». Por el contrario, antes de ellos, y en occidente mismo, cada vez que se ha hecho una distinción cualquiera entre estos dos términos, la personalidad siempre se ha considerado como superior a la individualidad, y es por eso por lo que decimos que esa es su relación normal, relación que es ventajoso mantener. La filosofía escolástica, en particular, no ha ignorado esta distinción, pero no parece que le haya dado su pleno valor metafísico, ni que haya sacado de ella las consecuencias profundas que implica: por lo demás, esto es lo que ocurre frecuentemente, incluso en los casos donde ella presenta las similitudes más sorprendentes con algunas partes de las doctrinas orientales. En todo caso, la personalidad, entendida metafísicamente, no tiene nada de común con lo que los filósofos modernos llaman tan frecuentemente la «persona humana», que no es en realidad nada más que la individualidad pura y simple; por lo demás, es ésta sola, y no la personalidad, la que puede decirse propiamente humana. De una manera general, parece que los occidentales, incluso cuando quieren ir más lejos en sus concepciones que la mayor parte de entre ellos, toman por la personalidad lo que no es verdaderamente más que la parte superior de la individualidad, o una simple extensión de ésta[[León Daudet, en algunas de sus obras (L´Hérédo et Le monde des images), ha distinguido en el ser humano lo que él llama «sí mismo» y «yo»; pero el uno y el otro, para nos, forman igualmente parte de la individualidad, y todo eso pertenece al campo de la psicología, que, por el contrario, no puede alcanzar de ninguna manera la personalidad; sin embargo, esta distinción indica una suerte de presentimiento que es muy digno de destacar en un autor que no tiene la pretensión de ser un metafísico.]]; en estas condiciones, todo lo que es del orden metafísico puro queda forzosamente fuera de su comprehensión.
El «Sí mismo» es el principio trascendente y permanente del que el ser manifestado, el ser humano por ejemplo, no es más que una modificación transitoria y contingente, modificación que, por lo demás, no podría afectar de ninguna manera al principio, así como lo explicaremos más ampliamente después. En tanto que tal, el «Sí mismo» jamás se individualiza y no puede individualizarse, ya que, debiendo ser considerado siempre bajo el aspecto de la eternidad y de la inmutabilidad que son los atributos necesarios del Ser puro, evidentemente no es susceptible de ninguna particularización, que le haría ser «otro que sí mismo». Inmutable en su naturaleza propia, solo desarrolla las posibilidades indefinidas que conlleva en sí mismo, por el paso relativo de la potencia al acto a través de una indefinidad de grados, y eso sin que su permanencia esencial sea afectada por ello, precisamente porque este paso no es más que relativo, y porque este desarrollo no es tal, a decir verdad, sino en tanto que se considera del lado de la manifestación, fuera de la cual ya no puede tratarse de ninguna sucesión cualquiera que sea, sino solamente de una perfecta simultaneidad, de suerte que eso mismo que es virtual bajo una cierta relación por eso no se encuentra menos realizado en el «eterno presente». Al respecto de la manifestación, se puede decir que el «Sí mismo» desarrolla sus posibilidades en todas las modalidades de realización, en multitud indefinida, que son para el ser integral otros tantos estados diferentes, estados de los que solo uno, sometido a unas condiciones de existencia muy especiales que le definen, constituye la porción o más bien la determinación particular de este ser que es la individualidad humana. El «Sí mismo» es así el principio por el cual existen, cada uno en su dominio propio, todos los estados del ser; y esto debe entenderse, no solo de los estados manifestados de los cuales acabamos de hablar, individuales como el estado humano o supraindividuales, sino también, aunque la palabra «existir» deviene entonces impropia, del estado no manifestado, que comprende todas las posibilidades que no son susceptibles de ninguna manifestación, al mismo tiempo que las posibilidades de manifestación mismas en modo principial; pero este «Sí mismo» no es más que por sí mismo, puesto que no tiene y no puede tener, en la unidad total e indivisible de su naturaleza íntima, ningún principio que le sea exterior[[Expondremos más completamente, en otros estudios, la teoría metafísica de los estados múltiples del ser; aquí no indicamos de ella más que lo que es indispensable para comprender lo que concierne a la constitución del ser humano.]].
El «Sí mismo», considerado en relación a un ser como acabamos de hacerlo, es propiamente la personalidad; ciertamente, se podría restringir el uso de esta última palabra al «Sí mismo» como principio de los estados manifestados, del mismo modo que la «Personalidad Divina», «Îshwara», es el principio de la manifestación universal; pero también puede extenderse analógicamente al «Sí mismo» como principio de todos los estados del ser, manifestados y no manifestados. Esta personalidad es una determinación inmediata, primordial y no particularizada, del principio que en sánscrito es llamado Âtmâ o Paramâtmâ, y que podemos, a falta de un término mejor, designar como el «Espíritu Universal», pero, bien entendido, a condición de no ver en este empleo de la palabra «espíritu» nada que pueda recordar las concepciones filosóficas occidentales, y, concretamente, de no hacer de él un correlativo de «materia» como lo hacen casi siempre los modernos, que sufren a este respecto, incluso inconscientemente, la influencia del dualismo cartesiano[[Teológicamente, cuando se dice que «Dios es espíritu puro», es verosímil que eso no debe entenderse tampoco en el sentido en el que «espíritu» se opone a «materia» y en el que estos dos términos no pueden comprenderse sino el uno en relación al otro, ya que con ello se llegaría a una suerte de concepción «demiúrgica» más o menos vecina de la que se atribuye al maniqueísmo; por eso no es menos verdad que una tal expresión es de las que pueden dar nacimiento fácilmente a falsas interpretaciones, que desembocan en la sustitución del Ser puro por «un ser».]]. La metafísica verdadera, lo repetimos todavía a este propósito, está mucho más allá de todas las oposiciones de las que la del «espiritualismo» y del «materialismo» puede proporcionarnos el tipo, y no tiene que preocuparse de ninguna manera de las cuestiones más o menos especiales, y frecuentemente completamente artificiales, que hacen surgir semejantes oposiciones.
Âtmâ penetra todas las cosas, que son como sus modificaciones accidentales, y que, según la expresión de Râmânuja, «constituyen en cierto modo su cuerpo (esta palabra no debe tomarse aquí más que en un sentido puramente analógico), ya sean por lo demás de naturaleza inteligente o no inteligente», es decir, según las concepciones occidentales, tanto «espirituales» como «materiales», ya que eso, que no expresa más que una diversidad de condiciones en la manifestación, no constituye ninguna diferencia al respecto del principio incondicionado y no manifestado. En efecto, éste es el «Supremo Sí mismo» (es la traducción literal del Paramâtmâ) de todo lo que existe, bajo cualquier modo que sea, y permanece siempre «el mismo» a través de la multiplicidad indefinida de los grados de la Existencia, entendida en el sentido universal, así como también más allá de la Existencia, es decir, en la no manifestación principial.
El «Sí mismo», incluso para un ser cualquiera, es idéntico en realidad a Âtmâ, puesto que está esencialmente más allá de toda distinción y de toda particularización; y es por eso por lo que, en sánscrito, la misma palabra âtman, en los otros casos que el nominativo, ocupa el lugar del pronombre reflexivo «sí mismo». El «Sí mismo» no es pues verdaderamente distinto de Âtmâ, excepto cuando se considera particular y «distintivamente» en relación a un ser, e incluso, más precisamente, en relación a un cierto estado definido de ese ser, tal como el estado humano, y solo mientras se le considera bajo este punto de vista especializado y restringido. En este caso, por lo demás, no es que el «Sí mismo» devenga de alguna manera efectivamente distinto de Âtmâ, ya que no puede ser «otro que sí mismo», como lo decíamos más atrás, y ya que evidentemente no podría ser afectado por el punto de vista bajo el cual se le considera, como tampoco por ninguna otra contingencia. Lo que es menester decir, es que, en la medida misma en que se hace esta distinción, uno se aparta de la consideración directa del «Sí mismo» para no considerar ya verdaderamente más que su reflejo en la individualidad humana, o en cualquier otro estado del ser, ya que no hay que decir que, frente al «Sí mismo», todos los estados de manifestación son rigurosamente equivalentes y pueden ser considerados de manera semejante; pero al presente, es la individualidad humana la que nos concierne de una manera más particular. Este reflejo del que hablamos determina lo que se puede llamar el centro de esta individualidad; pero, si se aísla de su principio, es decir, del «Sí mismo», no tiene más que una existencia puramente ilusoria, ya que es del principio de donde saca toda su realidad, y no posee efectivamente esta realidad más que por participación en la naturaleza del «Sí mismo», es decir, en tanto que se identifica a él por universalización.
La personalidad, insistimos todavía en ello, es esencialmente del orden de los principios en el sentido más estricto de esta palabra, es decir, del orden universal; no puede considerarse pues sino desde el punto de vista de la metafísica pura, que tiene precisamente lo Universal como dominio: los «pseudometafísicos» de occidente tienen por hábito confundir con lo Universal cosas que, en realidad, pertenecen a orden individual; o más bien, como no conciben de ninguna manera lo Universal, aquello a lo que aplican abusivamente este nombre es ordinariamente lo general, que no es propiamente más que una simple extensión de lo individual. Algunos llevan la confusión todavía más lejos: los filósofos «empiristas», que no pueden concebir siquiera lo general, lo asimilan a lo colectivo, que no es verdaderamente más que lo particular; y, por estas degradaciones sucesivas, se llega finalmente a rebajar todas las cosas al nivel del conocimiento sensible, que muchos consideran en efecto como el único posible, porque su horizonte mental no se extiende más allá de este dominio y porque querrían imponer a todos las limitaciones que no resultan más que de su propia incapacidad, ya sea natural, ya sea adquirida por una educación especial.