René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos (RQST)
Hacia la disolución
Después de haber considerado el fin mismo del ciclo, nos es menester ahora volver atrás, en cierto modo, para examinar más completamente lo que, en las condiciones de la época actual, puede contribuir efectivamente a conducir a la humanidad y al mundo hacia este fin; y, a este respecto, debemos distinguir dos tendencias que se expresan por términos en apariencia antinómicos: por una parte, la tendencia hacia lo que hemos llamado la «solidificación» del mundo, de la que hemos hablado sobre todo hasta aquí, y, por otra, la tendencia hacia su disolución, cuya acción nos queda que precisar todavía, ya que es menester no olvidar que todo fin se presenta forzosamente, en definitiva, como una disolución de lo manifestado como tal. Por lo demás, se puede destacar que, desde ahora, la segunda de estas dos tendencias parece comenzar a devenir predominante; en efecto, en primer lugar, el materialismo propiamente dicho, que corresponde evidentemente a la «solidificación» bajo su forma más grosera (como se podría decir a la «petrificación», por analogía con lo que el mineral representa bajo esta relación), ya ha perdido mucho terreno, al menos en el dominio de las teorías científicas y filosóficas, si no también en el de la mentalidad común; y eso es tan cierto que, como lo hemos indicado más atrás, la noción misma de la «materia», en esas teorías, ha comenzado a desvanecerse y a disolverse. Por otra parte, y correlativamente a este cambio, la ilusión de la seguridad que reinaba en el tiempo en que el materialismo había alcanzado su máximo de influencia, y que entonces era en cierto modo inseparable de la idea que uno se hacía de la «vida ordinaria», se ha disipado en gran parte debido al hecho mismo de los acontecimientos y de la velocidad creciente con la que se desarrollan, de suerte que hoy día la impresión dominante es, al contrario, la de una inestabilidad que se extiende a todos los dominios; y, como la «solidez» implica necesariamente la estabilidad, eso muestra efectivamente también que el punto de mayor «solidez» efectiva, en las posibilidades de nuestro mundo, no solo ha sido alcanzado, sino que ya ha sido rebasado, y que, por consiguiente, es propiamente hacia la disolución a donde este mundo se encamina en adelante.
La aceleración misma del tiempo, al exagerarse sin cesar y al hacer los cambios siempre más rápidos, parece ir por sí misma hacia esta disolución, y, a este respecto, no se puede decir que la dirección general de los acontecimientos haya sido modificada, ya que el movimiento del ciclo continúa su marcha descendente. Por lo demás, las teorías físicas a las cuales hacíamos alusión hace un momento, aunque cambian también cada vez más rápidamente como todo lo demás, no hacen más que tomar un carácter cada vez más exclusivamente cuantitativo, que llega hasta revestir enteramente la apariencia de teorías puramente matemáticas, lo que, por lo demás, como ya lo hemos destacado, las aleja siempre más de la realidad sensible que pretenden explicar, para arrastrarlas a un dominio que no puede situarse sino por debajo de esta realidad, según lo que hemos dicho al hablar de la cantidad pura. Por otra parte, lo «sólido», incluso en su máximo de densidad y de impenetrabilidad concebible, no corresponde de ningún modo a la cantidad pura, y tiene siempre al menos un mínimo de elementos cualitativos; es algo corporal por definición, e incluso, en un sentido, lo más corporal que hay; ahora bien, la «corporeidad» implica que el espacio, por «comprimido» que pueda estar en la condición del «sólido», le es no obstante necesariamente inherente, y el espacio, recordémoslo todavía, no podría ser asimilado de ninguna manera a la cantidad pura. Incluso si, colocándose momentáneamente en el punto de vista de la ciencia moderna, se quisiera, por una, reducir la «corporeidad» a la extensión como lo hacía Descartes, y, por otra, no considerar el espacio mismo más que como un simple modo de la cantidad, quedaría todavía esto, es decir, que se estaría siempre en el dominio de la cantidad continua; si se pasa al dominio de la cantidad discontinua, es decir, al del número, que es el único que puede ser considerado como representando la cantidad pura, es evidente que, en razón misma de esta discontinuidad, ya no se trata de ninguna manera del «sólido» ni de nada que sea corporal.
Así pues, en la reducción gradual de todas las cosas a lo cuantitativo, hay un punto a partir del cual esta reducción ya no tiende más a la «solidificación», y este punto es en suma aquel en el cual se llega a querer reducir la cantidad continua misma a la cantidad discontinua; los cuerpos ya no pueden entonces subsistir como tales, y se resuelven en una especie de polvo «atómico» sin consistencia; así pues, a este respecto, se podría hablar de una verdadera «pulverización» del mundo, lo que es evidentemente una de las formas posibles de la disolución cíclica («Solvet saeclum in favilla», dice textualmente la liturgia católica, que invoca a la vez, a este propósito, el testimonio de David y el de la Sibila, lo que, en el fondo, es una manera de afirmar el acuerdo unánime de las diferentes tradiciones.). No obstante, si esta disolución puede ser considerada así desde un cierto punto de vista, aparece también, desde otro, y según una expresión que ya hemos empleado precedentemente, como una «volatilización»: la «pulverización», por completa que se suponga, deja siempre «residuos», aunque sean verdaderamente impalpables; por otro lado, el fin del ciclo, para ser plenamente efectivo, implica que todo lo que está incluido en este ciclo desaparece enteramente en tanto que manifestación; pero estas dos maneras diferentes de concebir las cosas representan una y otra una cierta parte de la verdad. En efecto, mientras que los resultados positivos de la manifestación cíclica son «cristalizados» para ser después «transmutados» en gérmenes de las posibilidades del ciclo futuro, lo que constituye la conclusión de la «solidificación» bajo su aspecto «benéfico» (y que implica esencialmente la «sublimación» que coincide con el «vuelco» final), lo que no puede ser utilizado así, es decir, en suma, todo lo que no constituye más que los resultados negativos de esta misma manifestación, es «precipitado» bajo la forma de un caput mortuum, en el sentido alquímico de este término, en los «prolongamientos» más inferiores de nuestro estado de existencia, o en esa parte del dominio sutil que uno puede calificar verdaderamente de «infracorporal» (NA: Es lo que la Qabbalah hebraica, así como ya lo hemos dicho, designa como el «mundo de las cortezas» (ôlam qlippoth); es ahí donde caen los «antiguos reyes de Edom», en tanto que representan los «residuos» inutilizables de los Manvantara pasados.); pero, en los dos casos, se ha pasado igualmente a las modalidades extracorporales, superiores para uno e inferiores para el otro, de suerte que se puede decir, en definitiva, que la manifestación corporal misma, en lo que concierne al ciclo de que se trata, realmente se ha desvanecido o «volatilizado» enteramente. Se ve que, en todo eso y hasta el final, es menester considerar siempre los dos términos que corresponden a lo que el hermetismo designa respectivamente como «coagulación» y «solución», y eso desde los dos lados a la vez: del lado «benéfico», se tiene así la «cristalización» y la «sublimación»; del lado «maléfico» se tiene la «precipitación» y el retorno final a la indistinción del «caos» (Debe estar claro que los dos lados que llamamos aquí «benéfico» y «maléfico» responden exactamente a los de la «derecha» y de la «izquierda» en los que son colocados respectivamente los «elegidos» y los «condenados» en el «Juicio Final», es decir, precisamente, en el fondo, en la «discriminación» final de los resultados de la manifestación cíclica.).
Ahora, debemos plantearnos esta cuestión: para llegar efectivamente a la disolución, ¿basta que el movimiento por el que el «reino de la cantidad» se afirma y se intensifica cada vez más sea dejado en cierto modo a sí mismo, y que se prosiga pura y simplemente hasta su término extremo? La verdad es que esta posibilidad, que hemos considerado partiendo de la consideración de las concepciones actuales de los físicos y de la significación que conllevan en cierto modo inconscientemente (ya que es evidente que los «sabios» modernos no saben de ninguna manera adónde van), responde más bien a una visión teórica de las cosas, visión «unilateral» que no representa sino de una manera muy parcial lo que debe tener lugar realmente; de hecho, para desatar los «nudos» que resultan de la «solidificación» que se ha proseguido hasta aquí (y empleamos intencionalmente aquí esta palabra de «nudos», que evoca los efectos de un cierto género de «coagulación», que depende sobre todo del orden mágico), es menester la intervención, más directamente eficaz a este respecto, de algo que no pertenece ya a ese dominio, en suma muy restringido, al que se refiere propiamente el «reino de la cantidad». Es fácil comprender, por lo que ya hemos indicado ocasionalmente, que en eso se trata de la acción de ciertas influencias de orden sutil, acción que, por lo demás, ha comenzado a ejercerse hace ya mucho tiempo en el mundo moderno, aunque de una manera bastante poco visible primeramente, y que incluso ha coexistido siempre con el materialismo desde el momento mismo en que éste se ha constituido bajo una forma claramente definida, así como lo hemos visto a propósito del magnetismo y del espiritismo, al hablar de las «apropiaciones» que éstos se han hecho de la «mitología» científica de la época en que han tomado nacimiento. Como lo decíamos también precedentemente, si es verdad que la influencia del materialismo disminuye, no obstante conviene no felicitarse por ello, ya que, puesto que el «descenso» cíclico no ha acabado todavía, las «fisuras» a las que hacíamos alusión entonces, y sobre cuya naturaleza tenemos que volver enseguida, no pueden producirse más que por abajo; dicho de otro modo, lo que «interfiere» por ellas con el mundo sensible no puede ser nada más que el «psiquismo cósmico» inferior, en lo que tiene de más destructivo y de más «desagregante», y, por lo demás, es evidente que sólo las influencias de este tipo son verdaderamente aptas para actuar en vistas de la disolución; desde entonces, no es difícil darse cuenta de que todo lo que tiende a favorecer y extender esas «interferencias» no corresponde, consciente o inconscientemente, más que a una nueva fase de la desviación de la que el materialismo representaba en realidad una etapa menos «avanzada», sean cuales sean las apariencias exteriores, que frecuentemente son muy engañosas.
En efecto, a este propósito, debemos destacar que «tradicionalistas» mal aconsejados (La palabra «tradicionalismo», en efecto, designa solo una tendencia que puede ser más o menos vaga y frecuentemente mal aplicada, porque no implica ningún conocimiento efectivo de las verdades tradicionales; por lo demás, volveremos más adelante sobre este tema.) se regocijan irreflexivamente de ver a la ciencia moderna, en sus diferentes ramas, salir un poco de los límites estrechos donde sus concepciones la encerraban hasta aquí, y tomar una actitud menos groseramente materialista que la que tenía en el siglo pasado; se imaginan incluso de buena gana que, de una cierta manera, la ciencia profana acabará por juntarse así a la ciencia tradicional (que no conocen apenas y de la cual se hacen una idea singularmente inexacta, basada sobre todo en algunas deformaciones y «contrahechuras» modernas), lo que, por razones de principio sobre las cuales hemos insistido frecuentemente, es algo completamente imposible. Estos mismos «tradicionalistas» se regocijan también, y quizás incluso todavía más, de ver producirse algunas manifestaciones de influencias sutiles cada vez más abiertamente, sin pensar de ningún modo en preguntarse cuál puede ser justamente la «cualidad» de esas influencias (y quizás no sospechan siquiera que haya lugar a plantearse una tal cuestión); y fundan grandes esperanzas sobre lo que se llama hoy día la «metapsíquica» para aportar un remedio a los males del mundo moderno, que se complacen generalmente en imputar exclusivamente al materialismo solo, lo que es todavía una ilusión bastante enojosa. De lo que no se aperciben (y en eso están mucho más afectados de lo que creen por el espíritu moderno, con todas las insuficiencias que le son inherentes), es de que, en todo eso, se trata en realidad de una nueva etapa en el desarrollo, perfectamente lógico, pero de una lógica verdaderamente «diabólica», del «plan» según el cual se cumple la desviación progresiva del mundo moderno; bien entendido, el materialismo ha desempeñado en ella su papel, y un papel incontestablemente muy importante, pero ahora la negación pura y simple que representa ha devenido insuficiente; ha servido eficazmente para impedir al hombre el acceso a posibilidades de orden superior, pero no podría desencadenar las fuerzas inferiores que son las únicas que pueden llevar hasta su último punto la obra de desorden y de disolución.
La actitud materialista, por su limitación misma, no representa todavía más que un peligro igualmente limitado; su «espesor», si se puede decir, pone al que se acoge a ella al abrigo de todas las influencias sutiles sin distinción, y le da a este respecto una especie de inmunidad bastante comparable a la del molusco que permanece estrictamente encerrado en su concha, inmunidad de donde proviene, en el materialista, esa impresión de seguridad de la que hemos hablado; pero si a esta concha, que representa aquí el conjunto de las concepciones científicas convencionalmente admitidas y de los hábitos mentales correspondientes, con el «endurecimiento» que resulta de ello en cuanto a la constitución «psicofisiológica» del individuo (Es curioso notar que el lenguaje corriente emplea de buena gana la expresión de «materialismo endurecido», sin sospechar ciertamente que no es una simple imagen, sino que corresponde a algo completamente real.), se le hace una abertura por abajo, como lo decíamos hace un momento, las influencias sutiles destructivas penetrarán en ella de inmediato, y tanto más fácilmente cuanto que, a consecuencia del trabajo negativo cumplido en la fase precedente, ningún elemento de orden superior podrá intervenir para oponerse a su acción. Se podría decir también que el periodo del materialismo no constituye más que una suerte de preparación sobre todo teórica, mientras que el del psiquismo inferior conlleva una «pseudorealización», dirigida propiamente al revés de una verdadera realización espiritual; en lo que sigue, tendremos que explicarnos más ampliamente sobre este último punto. Ciertamente, la irrisoria seguridad de la «vida ordinaria», que era la inseparable compañera del materialismo, está desde ahora fuertemente amenazada, y se verá sin duda cada vez más claramente, y también cada vez más generalmente, que no era más que una ilusión; ¿pero qué ventaja real hay en eso, si no es más que para caer de inmediato en otra ilusión peor que esa y más peligrosa desde todos los puntos de vista, porque conlleva consecuencias mucho más extensas y más profundas, ilusión que es la de una «espiritualidad al revés» de la que los diversos movimientos «neoespiritualistas» que nuestra época ha visto nacer y desarrollarse hasta aquí, comprendidos ahí los que presentan ya el carácter más claramente «subversivo», no son todavía sino bien débiles y mediocres precursores?