Más arriba hemos dicho que Cristo, en su calidad de Encarnación divina y conforme a la esencia universal de su enseñanza, hablaba siempre de modo absoluto, es decir, identificando simbólicamente ciertos hechos a los principios que ellos traducen, y sin situarse nunca en el punto de vista de aquél para quien los hechos presentan un interés en sí mismos (NA: En el lenguaje de Cristo, la destrucción de Jerusalén se identifica simbólicamente con el JUICIO Final, lo que es muy característico de la forma de ver sintética y, podríamos decir, «esencial» o «absoluta» del Hombre-Dios. La misma observación vale para sus profecías sobre la venida del Espíritu Santo: ellas engloban simultáneamente – pero no ininteligiblemente – todos los modos de la manifestación paraclética, y especialmente la del profeta Mahoma, que fue la personificación misma del Paráclito o su manifestación cíclica; por otra parte, el Corán es considerado un «descendimiento» (NA: tanzîl), como la aparición del Espíritu Santo en Pentecostés. Podríamos aún hacer notar que si la segunda venida de Cristo al final de nuestro ciclo tendrá para los hombres un alcance universal, en el sentido de que no concernirá ya a «una humanidad», en la acepción tradicional ordinaria de esta palabra, sino al género humano entero, el Paráclito, en su gran aparición, debe manifestar esta universalidad por anticipación, al menos por lo que se refiere al mundo cristiano, y es por esto por lo que la manifestación cíclica del Paráclito, o su «personificación» mahometana, debe aparecer fuera de la Cristiandad y quebrar así una cierta limitación particularista.); actitud que se puede ilustrar con el siguiente ejemplo: cuando se habla del sol, ¿quién pensaría que el artículo determinado colocado delante de la palabra «sol» implica la negación de otros soles en el espacio? Lo que permite hablar del sol, sin especificar que se trata de un sol entre otros muchos, es precisamente el hecho de que, para nuestro mundo, nuestro sol es efectivamente «el sol», y es a este título, y no en tanto en cuanto es un sol entre otros, como refleja la Unicidad divina. Ahora bien, la razón suficiente de una Encarnación divina es el carácter de unicidad que la Encarnación tiene de Lo que ella encarna, y no el carácter de hecho que ella tiene necesariamente de la manifestación (NA: Esto es lo que Cristo expresó al decir que «sólo Dios es bueno»; el término «bueno», al implicar aquí todo sentido positivo posible, o sea, toda Cualidad divina, se debe igualmente comprender como que sólo Dios es único», lo que equivale a la afirmación doctrinal del Islam: «No hay divinidad (NA: o realidad) si no es la (NA: única) Divinidad (NA: o Realidad).» A quien quisiera contestar la legitimidad de una tal interpretación de las Escrituras, responderemos con el maestro Eckhart que «el Espíritu Santo enseña toda verdad; es cierto que hay un sentido literal que el autor tenía a la vista, pero como Dios es el autor de la Sagrada Escritura, todo sentido verdadero es, al mismo tiempo, sentido literal; porque todo lo que es verdadero proviene de la Verdad misma, está contenido en ella, deriva de ella y es querido por ella». Citemos igualmente este pasaje de Dante referente al mismo tema: «Las Escrituras pueden ser comprendidas y deben ser expuestas según cuatro sentidos. El uno es llamado literal… El cuarto es llamado anagógico, es decir, que sobrepasa el sentido (NA: sovrasenso); esto es lo que tiene lugar cuando se expone espiritualmente una Escritura que, siendo verdad en sentido literal, significa además las cosas superiores de la Gloria eterna, como se puede ver en el Salmo del Profeta en el que dice que cuando el pueblo de Israel salió de Egipto, la Judea se hizo santa y libre. Aunque sea manifiestamente verdad que ocurrió así según la letra, lo que se entiende espiritualmente no es menos cierto, a saber: que cuando el alma sale del pecado, se vuelve santa y libre en su poder.» (NA: Convivio II,1.)). 139 UTR: II
La Fâtiha, «La que abre» (el Corán), es de una importancia capital, ya lo hemos dicho, pues constituye la oración unánime del Islam. Está compuesta por siete proposiciones o versículos: «1: Alabanzas a Dios, Señor de los mundos. 2: El infinitamente Bueno, el siempre Misericordioso. 3: El Rey del JUICIO final. 4: Es a Ti a quien adoramos, y es en Ti en quien buscamos refugio. 5: Condúcenos por la vía recta. 6: La vía de aquellos sobre los que está Tu Gracia. 7: No de aquellos sobre los que está Tu Cólera, ni de los que yerran.» 843 FSCI 2
Para los mundos tradicionales situarse en el espacio y el tiempo significa, respectivamente, colocarse dentro de una cosmología y una escatología; el tiempo no tiene sentido más que por la perfección del origen que se trata de mantener y con vistas al estallido final que nos proyecte casi sin transición a los pies de Dios. Si en el tiempo a veces hay despliegues que se podrían tomar por progresos si se les aislase del conjunto -en la formulación doctrinal por ejemplo o sobre todo en el arte que tiene necesidad del tiempo y de la experiencia para madurar-, nunca es porque la tradición se suponga que llegue a ser diferente o mejor, sino por el contrario, porque quiere permanecer ella misma de modo completo o «llegar a ser lo que es», o con otras palabras: porque la humanidad tradicional quiere manifestar o exteriorizar en un cierto plano lo que lleva en sí misma y corre el riesgo de perder, aumentando este peligro con el desarrollo del ciclo que forzosamente conduce a la decadencia y al JUICIO. Es, en suma, toda nuestra creciente debilidad y con ella el riesgo del olvido y la traición, lo que nos obliga a exteriorizar o hacer explícito lo que en el origen estaba incluido en una perfección interior e implícita; San Pablo no tenía necesidad ni del tomismo ni de las catedrales, pues todas las profundidades y todos los esplendores se encontraban en sí mismo y a su alrededor en la santidad de la comunidad primitiva. Y esto, lejos de sostener a los iconoclastas de cualquier género, se vuelve perfectamente contra ellos: las épocas más o menos tardías -y la Edad Media era una de ellas- tienen necesidad de una manera imperiosa de las exteriorizaciones y desarrollos, exactamente como el agua de una fuente, a fin de no perderse en el curso de su camino, necesita un canal hecho por la naturaleza o la mano del hombre; y al igual que el canal no transforma el agua ni se supone lo haga -pues ningún agua es mejor que el agua del manantial-, las exteriorizaciones y desarrollos del patrimonio espiritual están, no para alterar este último, sino para transmitirlo de la manera más íntegra y eficaz posible. 4591 FSRMA: MIRADAS SOBRE LOS MUNDOS ANTIGUOS LA VÍA DE LA UNIDAD
En la dimensión temporal que se extiende ante nosotros no hay más que tres certidumbres: la de la muerte, la del JUICIO y la de Vida eterna. No tenemos ningún poder sobre el pasado e ignoramos el porvenir; para el porvenir no tenemos más que estas tres certidumbres, pero poseemos una cuarta en este mismo momento y es la que es todo: la de nuestra actualidad, nuestra libertad actual de escoger a Dios, y así todo nuestro destino. En este instante, en este presente, tenemos toda nuestra vida, toda nuestra existencia: todo es bueno si este instante es bueno y si sabemos fijar nuestra vida en este instante bendito; todo el secreto de la fidelidad espiritual es permanecer en este instante, renovarlo y perpetuarlo por la oración, retenerlo por el ritmo espiritual, colocar en él todo el tiempo que se vierte sobre nosotros y que corre el riesgo de arrastrarnos lejos de este «momento divino». La vocación del religioso es la oración perpetua, no porque la vida sea larga, sino porque no es más que un momento; la perpetuidad -o el ritmo- de la oración demuestra que la vida no es más que un instante siempre presente, al igual que la fijación espacial en un lugar consagrado demuestra que el mundo no es más que un punto, pero un punto que al pertenecer a Dios está por todas partes y no excluye felicidad alguna. 5143 FSRMA: UNIVERSALIDAD Y ACTUALIDAD DEL MONAQUISMO LA VÍA DE LA UNIDAD
Una consecuencia de la antropología por así decirlo esclavista de algunos es la exageración, no del infierno, sino del riesgo de caer en él, riesgo atribuido incluso a los hombres más piadosos; y esto a pesar de una acentuación correlativa igualmente intensa del motivo de esperanza, de perdón, de divina Clemencia. Sin duda, la perspectiva de Misericordia restablece el equilibrio en la doctrina escatológica global, pero no por ello suprime los excesos de la perspectiva opuesta, ni la incompatibilidad entre las dos tesis; pues si es cierto que Dios ha creado a los pecadores para poder perdonarlos, como lo afirma Ghazâli, y que desesperar de la Misericordia es un pecado más grande que todos los demás pecados acumulados, como lo quiere el califa Alî, no puede ser cierto igualmente que hombres santos como Abu Bakr y Omar hayan tenido razón – suponiendo que la información sea exacta – en lamentar su nacimiento humano a causa del rigor del JUICIO. Una misma doctrina no puede citarnos como ejemplo un santo que se hubiera sentido feliz de no pasar más que mil años en el infierno, y al mismo tiempo asegurarnos que Dios perdona al creyente arrepentido aun si la masa de los pecados se extiende hasta el cielo; y una misma moral no puede en buena lógica abrumarnos con amenazas escatológicas objetivamente desesperantes a la vez que nos prescribe gozar de determinados placeres «lícitos» de la vida, y no de los menores. 5374 STRP: ESPECULACIÓN CONFESIONAL: INTENCIONES Y DIFICULTADES LA VÍA DE LA UNIDAD