Ananda Coomaraswamy — ARTIGOS SELETOS DE METAFÍSICA
“SÓCRATES É VELHO” IMPLICA QUE “SÓCRATES É”?
PREDICAÇÃO
Hemos visto que hay una ambiguedad de significado en el predicamento, que puede ser comprendido diferentemente, por una parte, por un personalista y, por otra, por un positivista o un filósofo tradicional1. Hasta aquí estoy de acuerdo con el Profesor Urban; pero no puedo estar de acuerdo con su análisis de la naturaleza de la ambiguedad2. Él dice que Sócrates no es un ser persistente en el sentido práctico, fisiológico, pero que sí lo es en su aspecto moral y político. Pero, ciertamente, no solo es nuestra naturaleza física, sino también nuestra naturaleza moral y política la que es cambiante; ¿no está el alma sujeta a persuasión? En la filosofía tradicional al menos, el alma, tanto como el cuerpo, es una cosa que deviene, según el alimento que asimila (cf. Fedro 246C); ta ethe, como dice Platón, nunca son constantes en un individuo, mientras que el budista sostiene que es aún más peligroso identificar con nuestro Mesmo el alma que el cuerpo. «Sócrates es viejo» no puede significar, en ningún universo de discurso superior, que Sócrates «es», sino, por el contrario, niega implícitamente que él «es».
Solo si predicamos en «Sócrates» una propiedad auténticamente constante, algo «absoluto», «es» implicará una esencia verdadera. Sin embargo, en este caso tendremos que preguntar, ¿Qué entendemos nosotros ahora por «Sócrates»? nosotros no podemos estar refiriéndonos a este hombre, Fulano, sujeto a la vejez. Si decimos que «Sócrates es infalible», entonces estamos atribuyendo un ser a «Sócrates», debido a que la infalibilidad no es un atributo susceptible de más o de menos sino, como la «perfección», sin grado, y por lo tanto inmutable. Esto será aún más evidente, quizás, si decimos que «Sócrates es inmortal»; pues esto equivale a decir «eterno, inmortal y auto-mismado» (osautos, Fedón 79D), y significará necesariamente que estamos refiriéndonos a un «Sócrates» que jamás ha nacido. Ambas proposiciones son como el «nous jamás yerra» de Aristóteles (De anima III.10.433a).
La noción de una infalibilidad atribuida a un individuo nos ofende con razón; la noción es irracional. Pues, ciertamente, como dice este hombre mismo, Sócrates: «Es a la Verdad a lo que no puedes contradecir; a Sócrates puedes hacerlo fácilmente» (Banquete 201C, cf. Apología 23A). Así pues, ¿Cuándo, entonces, es «Sócrates» infalible? Cuando no es «él mismo» el que habla, sino la «voz de la Acrópolis» (Timeo 70); es decir, la voz del Daimon inmanente de Sócrates y de cada hombre, «que no vela por nada sino la verdad» y que es «un familiar mío muy próximo, que vive en la misma casa conmigo» (Hippias mayor 288D, 304D); en otras palabras, la parte divina e inmortal de nuestra alma (Timeo 73D, 90A) y nuestro Mesmo real (Leyes 959AB), el «Alma del alma» de Filón (Heres 55), el p?e?µa en tanto que distinto de la ???? de Apostolo (Hebreos 4:12), y el «Mesmo y Conductor inmortal del sí mismo» indio (Maitri Upanishad VI.7). Así pues, cuando decimos que Sócrates es infalible, «Sócrates» no es ya un apelativo para el hombre que fue una vez joven, y que está siempre envejeciendo, sino un símbolo que representa al verdadero Mesmo de aquel hombre, el Mesmo de todos los hombres, que «jamás deviene alguien». Es lo mismo cuando hablamos de la infalibilidad del Papa, a saber, cuando habla oracu-larmente (ex cathedra), y la referencia no es a este o a aquel Papa, a Pío o a Gregorio, sino al Espíritu Santo, cuya cathedra está en el cielo y que ensena desde dentro del corazón (San Agustín, In ep. Joannis ad Parthos). ¿Qué puede «saber» el Papa de la Verdad como un hombre? él sólo puede creer; pues «Omne verum, a quocumque dicatur, est a Spiritu Sancto» (San Ambrosio sobre I Corintios 12:3). «Papa», en tanto que «infalible», es un oficio, no un nombre, y como tal un símbolo que representa a otro que a «este hombre». «No “yo”, el yo que yo soy, conoce estas cosas, sino Dios en mí» (Jacob Boehme).
Ahora, si Bertrand Russell afirma que el Santo no existe3, y que, por consiguiente, mis sentencias carecen de significado, yo estaré de acuerdo con la primera parte de su proposición, puesto que Dios es propiamente llamado nada, es decir, no una cosa entre otras; en efecto, no debe pasarse por alto que en las proposiciones que atribuyen un ser real a su sujeto, la forma del predicado es típicamente negativa, puesto que la negación implica la ausencia de una o de todas aquellas cualidades de las cuales puede haber más o menos. Pero no estaré de acuerdo con su segunda parte, excepto para decir que si mis sentencias carecen de significado para él, eso se debe a que su universo de discurso no es idéntico al mío; el suyo es un universo de discurso sólo sobre cosas que nunca son las mismas4. Puede ser oportuno observar aquí que un hindú, incluso en la lengua vernácula, no dice que «Yo tengo frío», sino que «El frío se adhiere a mí» (ham ko thanda lagta); donde la suppositio es que yo, mi Mesmo, permanece por descubrir por un proceso de remoción de todos aquellos accidentes por los que mi ser está velado y de los que debo es-capar si quiero ser auténticamente lo que yo soy.
Para resumir, parece que hay una ambiguedad real en el verbo «ser» que, como palabra inglesa, puede significar ya sea «devenir» o ya sea «ser»5; y cuál de estos significados ha de comprenderse en una proposición dada depende de la naturaleza de la cualidad o propiedad atribuida al sujeto de la proposición; una cualidad o propiedad variable implica un sujeto variable, e inversamente. En alemán uno podría distinguir mejor entre ist geworden alt y ist unfehlbar, en griego entre presbys egeneto de estin athanatos, o en sánscrito entre jirno babhuva y amrto’sti; donde los primeros términos implican procesos, y los segundos aspectos simples del ser. Que el inglés moderno no haya preservado (excepto en la rara expresión, «Woe worth») el anglosajón weorthan (alemán werden, latín vertere, sánscrito vrt) representa una pérdida real de poder expresivo. Hay muchos otros casos, en el «inglés común y corriente» de hoy, en los que las palabras o las frases (o de la misma manera, los símbolos visuales o actuados)6 han perdido sus intenciones primarias y solo retienen sus valores indicativos7. En la medida en que nosotros olvidamos que «ilustrar» y «argumentar» implican «arrojar luz sobre» y «aclarar», o que métier es etimológicamente ministerium8, o que el significado original de palabras tales como «naturaleza» (originalmente de las cosas, pero que ahora denota un agregado de las cosas mismas), «arte» (que ahora se usa para denotar un agregado de las «obras de arte»), o «inspiración» (que ahora se usa muy comúnmente para significar «estimulante externo») se ha materializado efectivamente, estas expresiones han devenido clichés o supersticiones para nosotros, que las usamos solo para propósitos indicativos9. De hecho, como he dicho en otra parte, «si nosotros excluimos de nuestro pensamiento teológico y metafísico todos aquellos símbolos, imágenes y teorías que han llegado hasta nosotros desde la Edad de Piedra, nuestros medios de comunicación estarían limitados casi enteramente al campo de la observación empírica y de las predicciones estadísticas (llamadas leyes de la ciencia) que se basan sobre estas observaciones; el mundo habría perdido su significado»10. Los símbolos originales, como ha dicho un arqueólogo bien conocido, «estaban anclados en lo más alto, no en lo más bajo»; subsistía en ellos un «equilibrio polar de lo físico y lo metafísico» (denotación e implicación, uso y significado), pero ellos han sido «vaciados cada vez más en su descenso hasta nosotros»11.
Además, en la medida en que nosotros nos hemos «superespecializado», y no nos comprendemos ya unos a otros, somos «idiotas» —etimológicamente «individuos peculiares», y tan peculiares como para ser excluidos de continentes enteros del universo del discurso normalmente humano. El científico y el teólogo, el hacedor y el consumidor, el filósofo y el pueblo ya no se comprenden entre sí; y nosotros hablamos del «misterioso Oriente» de un modo que habría sido imposible en la Edad Media. A veces parece que cuanto más se mejoran y multiplican nuestros medios de comunicación, tanto menos capaces somos de comprendernos realmente unos a otros, y que cuanto más sabemos de ámbitos cada vez menores, tanto más imposible deviene comprender nuestro propio pasado. Sería difícil imaginar una cultura más provinciana que la del hombre educado promedio de hoy día12.
Hasta aquí —a saber, en cuanto a la mutabilidad y consecuente irrealidad de todo lo que puede percibirse, medirse y nombrarse— el positivismo moderno y la filosofía tradicional están de acuerdo; la existencia de las «cosas» es lo que ellas «hacen». Pero mientras que para el positivista no hay realidades en absoluto, el realista, que es también un nominalista con respecto a los fenómenos, afirma la realidad de la que las cosas que pueden nombrase son solo los fenómenos, y emplea sus nombres como símbolos adecuados sin los que no sería posible ningún discurso sobre su realidad. Como el profesor Urban dice, el positivismo, que es una doctrina de «no hay ningún más allá» (nastika, natthika), «eliminaría áreas enteras del discurso humano como sin significado e ininteligibles», y agrega que la toma de una postura tal puede ser «el síntoma de una cultura decadente y el preludio de un barbarismo científico y de un nihilismo cultural»; cf. René Guénon, EL REINO DE LA CANTIDAD Y LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS, París, 1944 e Iredell Jenkins, «The Postulate of an Impoverished Reality», Journal of Philosophy, XXXIX (1942). ↩
William Marshall Urban, Language and Reality, p. 286. Puesto que estoy en desacuerdo con él sobre este único punto ME gustaría decir que estoy plenamente de acuerdo con casi todo lo demás en su libro, y notablemente con la conclusión de que «el idioma metafísico de la Gran Tradición es el único lenguaje que es realmente inteligible». ↩
La existencia es necesariamente en los términos del espacio y del tiempo, de los que, comprometido con la naturaleza de la realidad en un aquí y ahora inextenso, se abstrae tan necesariamente el lenguaje del discurso metafísico. Por consiguiente, recurre constantemente a paradojas o negaciones tales como «moción sin locomoción». Pero solo en razón de esta fraseología enigmática no debemos pasar por alto (a menos que queramos tirar «el nino con la banera») que, como dice el Profesor Urban (p. 708), «estos idiomas son una expresión de experiencias auténticas que pueden comunicarse, y que se confirman o se autentifican precisamente en estos procesos de comunicación». Por ejemplo, cuando decimos que «mi mente estaba en otra parte», nuestra referencia es efectivamente a una moción sin locomoción y a una omnipresencia posible. Por otra parte, si al contemplar un excelente retrato decimos «ese soy yo», estamos diciendo literalmente una insensatez, justamente como lo hacemos si decimos que «Sócrates es viejo». Nuestro lenguaje cotidiano tampoco es literalmente inteligible; y ni siquiera el «lenguaje» de las matemáticas puede explicarse en los términos de la experiencia, debido a que trata solo de una fracción de la experiencia humana, cuya parte más valiosa es inmensurable. El lenguaje de la metafísica se aplica al conjunto de la realidad; sus universales no son ex-clusivos sino in-clusivos. ↩
«Cosas que nunca son las mismas» es, por supuesto, una tautología, puesto que tal es la naturaleza de las «cosas». ↩
Ver, sobre este tema, el estudio por Caroline Augusta Foley Rhys Davids, To Become or Not to Become (Londres, 1937), acertadamente dedicado a los «traductores principiantes». Nótese especialmente el contraste presentado en Anguttara Nikaya II.37-39 donde, en respuesta a preguntas, el Buddha responde: «No, yo no devendré un Deva, Gandharva o Yaksa», y concluye con «yo soy Buddha». Este «soy» corresponde al «Eso eres tú» de las Upanishads, donde se trata del ser absoluto del Mesmo inmanente e inmortal, y donde se requiere el verbo «ser», debido a que sería un sin sentido implicar que lo que es mortal pueda devenir inmortal. El «devenir» sólo concierne al proceso de recordar y de verificar que nosotros somos o quien nosotros somos (gnothi seauton), no a este qué o quién mismo. El libro de Rhys David es de mucho valor en su incidencia sobre los problemas de la traducción, pero está todo viciado por su propia fobia de la noción de un ser absoluto, al que ella preferiría un progreso sin fin. ↩
Por ejemplo, lo que eran originalmente ritos sobreviven solo como ceremonias, es decir, meramente en sus aspectos decorativos o utilitarios. Esto se aplica a todas las artes, cuyas técnicas mismas, las de la escultura o del tejido, por ejemplo, son naturalmente simbólicas. Así, en la escultura, uno impone una forma sobre la arcilla (via affirmativa) o descubre una forma en la madera o en la piedra (cuanto más quita uno, tanto más cerca está de la fuente sin forma en la que todas las formas son inherentes), y esto es la metafísica de la impropiedad de modelar en arcilla una forma que ha de ser copiada, no en metal, sino en piedra. En el tejido, los hilos de la urdimbre son los «rayos» del Sol Inteligible (en muchos telares primitivos todavía proceden de un único punto), y la trama es la Materia Prima del «tissue» (tejido) cósmico. Cuando estas cosas se han olvidado enteramente, en un mundo de «realidad empobrecida», entonces el trabajo, que servía originalmente a las necesidades del cuerpo y del alma juntas, deviene una tarea mecánica o un pasatiempo. ↩
Cuando la «virtud» ha partido de una palabra, esto no es meramente un hecho semántico, sino una indicación de que una virtud similar ha partido de la actividad a la que la palabra se refiere directamente. En el discurso metafísico muy a menudo es necesario usar las palabras corrientes en sus sentidos arcaicos u obsoletos, es decir, más exactamente que en el gastado lenguaje del comercio o que en el emotivo lenguaje de la política. «Cada término que deviene un eslogan vacío como resultado de la moda o de la repetición nació en algún tiempo de un concepto definido, y su significación debe interpretarse desde ese punto de vista» (Paul Kristeller, The Philosophy of Marsilio Ficino, Nueva York, 1943, p. 286); y lo que es verdadero de los símbolos verbales es igualmente verdadero de los símbolos visuales, que siempre tuvieron sus razones mucho antes de que devinieran meras «formas de arte». ↩
Se debe en parte a que nosotros ya no comprendemos (verificamos) que una vocación u oficio (= modo de vida, sánscrito acarya) es propiamente un ministerio (a la vez en los sentidos político y sacerdotal de la palabra) por lo que no podemos «comprender» un sistema de castas, es decir, no podemos imaginar lo que podría ser un orden social en el que las nociones de honor y función hereditaria coinciden. Tal pérdida de una capacidad de comprender representa una constricción de nuestro «mundo»; y, de hecho, todo lo que nosotros no podemos comprender intentamos eliminarlo del mundo, usualmente «dando al perro un mal nombre». Nuestra manera de decir «no» a algo, lógicamente, es llamarlo «nulo» o «nada». En esta palabra «nada» (sánscrito asat, en este sentido) la suppositio es que ens et bonum convertuntur; y, similarmente, en el caso del alemán Unthat (sánscrito akrtam, en este sentido), literalmente «no hecho», y de aquí «pecado», puesto que el pecador mismo «no está en acto», y como tal, como dice Santo Tomás de Aquino, es realmente no-existente. Si nosotros ignoramos la suppositio, las palabras mismas tienen poco más que un valor exclamatorio y apenas algún significado real. ↩
De la misma manera, frases tales como «nuestro mejor sí mismo», «sé tú mismo», «volvió a sí mismo» y «gobierno de sí mismo» y «control de sí mismo» (es decir, del sí mismo por el Mesmo, le moi por le Soi) no se comprenden (erlebt) si nosotros pasamos por alto su suppositio, igualmente platónica, escolástica, islámica, india y china, de que Duo sunt in homine. Es precisamente cuando no hemos comprendido realmente las implicaciones de un término tal como «gobierno de sí mismo», cuando somos más propensos a hacer un fetiche de ello. Los racionalistas han afirmado a menudo que la religión es «el opio del pueblo»; como quiera que sea, es completamente cierto que los modernos clichés de «raza», «igualdad», «democracia» y sobre todo «progreso», son las drogas del pueblo, y que son administradas deliberadamente como tales por los políticos y los propagandistas. ↩
Speculum, XIX (1944), 123. ↩
Walter Andrae, Die ionische Saule: Bauform oder Symbol (Berlín, 1933), p. 65. ↩
Hubo un tiempo en que todas las civilizaciones eran tan semejantes que un viajero podía sentirse en casa dondequiera que fuera; Platón era mejor comprendido por Filón y Plotino, Marsilio Ficino y Peter Sterry que por un nominalista moderno, por instruido que sea; y «cuanto mayor es la ignorancia de los tiempos modernos, tanto más profunda se torna la obscuridad de la Edad Media». Los descubrimientos arqueológicos y las investigaciones antropológicas han hecho muy poco para ensanchar nuestros horizontes, debido principalmente a que nuestros ojos han sido cegados a su significado por nuestra propia creencia en el «progreso» (es decir, por la aplicación de los conceptos evolucionistas a la cultura) y por la falacia patética (que atribuye al hombre primitivo nuestro propio esteticismo). ↩