El amor al prójimo, en tanto que expresión necesaria del Amor a Dios, es un complemento indispensable de la Fe; estos dos modos de la Caridad se encuentran afirmados por la enseñanza evangélica sobre la Ley suprema, implicando el primer modo la consciencia de que sólo Dios es Beatitud y Realidad, y el segundo la consciencia de que el ego no es ilusorio, identificándose el «yo» de otro en realidad a «mí mismo» (NA: Esta realización del «no-yo» explica el importante papel que en la espiritualidad cristiana juega la humildad, a la que corresponde, en la espiritualidad islámica, la «pobreza» (NA: faqr) y, en la espiritualidad hindú, la «infancia» (NA: bâlyá); se recordará el simbolismo de la infancia en la enseñanza de Cristo.); si yo debo amar al «prójimo» porque él es «yo», esto significa que yo debo amarme a priori, no siendo por otra parte otra cosa que «prójimo»; y si yo debo amarme, sea en «mí mismo» o en el «prójimo», es porque Dios ME ama y yo debo amar lo que El ama; y si El ME ama es porque ama Su creación o, en otros términos, porque la Existencia misma es Amor y porque el Amor es como el perfume del Creador inherente a toda criatura. De la misma manera que el Amor de Dios, es decir, la Caridad que tiene por objeto las Perfecciones divinas y no nuestro bienestar, es el Conocimiento de la sola Realidad divina en la que se disuelve la aparente realidad de lo creado – conocimiento que implica la identificación del alma con su Esencia increada (NA: «Nosotros somos totalmente transformados en Dios – dice el Maestro Eckhart – y convertidos en El; de la misma manera que, en el sacramento, el PAN se convierte en el cuerpo de Cristo, así yo soy convertido en El, de manera que El ME hace Su Ser uno y no simplemente semejante; por el Dios vivo, es cierto que aquí no hay ya ninguna distinción.»), lo que representa también un aspecto del simbolismo del Amor -, de la misma manera el amor al prójimo no es en el fondo otra cosa que el conocimiento de la indiferenciación de lo creado ante Dios; antes de pasar de lo creado al Creador, o de lo manifestado al Principio, es preciso en efecto haber realizado la indiferenciación o, digamos, la «nada» de este manifestado; es hacia esto hacia lo que apunta la moral de Cristo, no solamente por la indistinción que ella establece entre el «yo» y el «no-yo», sino también, secundariamente, por su indiferencia al respecto de la justificación individual y del equilibrio social; el Cristianismo se sitúa, pues, fuera de las «acciones y reacciones» del orden humano; no es, pues, exotérico por definición primera. La caridad cristiana no tiene ni puede tener ningún interés en el «bienestar» por sí mismo, porque el verdadero Cristianismo, como toda religión ortodoxa, estima que la única verdadera felicidad de la que puede gozar la sociedad humana es su bienestar espiritual con, como flor de éste, la presencia del santo, meta de toda civilización normal; porque «los muchos sabios son la salud del mundo» (NA: Sab. 6,24). Una verdad que los moralistas ignoran es la de que, cuando la obra de caridad es cumplida por amor a Dios, o en virtud del conocimiento de que «yo» soy el «prójimo» y que el «prójimo» es «yo mismo» – conocimiento que implica por otra parte este amor – la obra de caridad tendrá para el prójimo no solamente el valor de un beneficio exterior, sino también el de una bendición; por contra, cuando la caridad no es ejercida ni por amor a Dios ni en virtud del dicho conocimiento, sino únicamente en vista del simple «bienestar» humano considerado como un fin en sí, la bendición inherente a la verdadera caridad no acompaña el aparente beneficio, ni para quien la ejerce ni para quien la recibe. 465 UTR: VIII
«El infinitamente Bueno, el siempre Misericordioso»: el Bueno significa que Dios nos ha dado de antemano la existencia y todas las cualidades y condiciones que ella implica; y puesto que existimos y también estamos dotados de inteligencia, no debemos ni olvidar estos dones, ni atribuírnoslos; no nos hemos creado, y no hemos inventado el ojo ni la luz. El Misericordioso: Dios nos da nuestro PAN de cada día, y no sólo esto: nos da nuestra vida eterna, nuestra participación en la Unidad, y, así, en lo que es nuestra verdadera naturaleza. 847 FSCI 2
Daremos como ejemplo el hadîth siguiente, cuya autenticidad, por lo demás, no podemos garantizar, pero poco importa, puesto que se lo cita sin vacilación: «El alimento más puro es el que ganamos con el trabajo de nuestras manos; el Profeta David trabajaba con sus propias manos para ganar su PAN. El comerciante que dirige sus negocios honradamente y sin deseo de engañar a los demás será situado en el otro mundo entre los Profetas, los santos y los mártires». A este discurso, de un absurdo flagrante en cuanto al sentido literal, se podría objetar, en primer lugar, que David era rey y que la cuestión de un trabajo manual no le concernía; pero sin embargo se puede imaginar que él entendía dar buen ejemplo a su pueblo y que no consideraba la realeza como un trabajo que hubiera que remunerar; este punto no tiene gran importancia, pero como la imagen de un rey que se cree obligado a trabajar para pagar su sustento es absurda en sí misma, valía la pena indicar su plausibilidad eventual. Pero pasemos a lo esencial: un comerciante está interesado a priori en ganar tanto como sea posible, y la tentación de los fraudes pequeños o grandes está en su oficio mismo (NA: La avidez es incluso considerada, en el Corán, como el vicio que caracteriza al hombre caído: «La rivalidad (NA: para ganar más) os distrae (NA: de Dios), hasta que visitéis las tumbas…» (NA: Suya La Rivalidad, 1 y 2).); combatir metódicamente esta tentación, renunciar, pues, básicamente al instinto de lucro, y ello sobre la base de la fe en Dios, luego de un ideal espiritual, es morir a un modo de subjetividad; la objetividad, ya sea intelectual o moral, es, en efecto, una especie de muerte (NA: Hemos encontrado muchas veces, en Oriente, el desapego y la serenidad que se desprenden de esta actitud; y ello en comerciantes lo más a menudo pobres, la mayoría miembros de una cofradía.). Ahora bien, la objetividad, que en el fondo es la esencia de la vocación humana, es un modo de santidad, y coincide incluso con ésta en la medida en que su contenido es elevado, o en la medida en que es íntegra; el desapego del comerciante, por amor a Dios, es «determinada santidad», y ésta, desde el punto de vista de la substancia, coincide con la «santidad como tal»; de dónde la referencia, en el hadîth citado, a los santos e incluso a los Profetas (NA: Las palabras «entre los Profetas» no indican la localización celestial, sino la afinidad en el aspecto considerado, el del desapego «por la Faz de Dios» (NA: liwajhi-Llâh).). La sentencia es escandalosa a primera vista, pero invita a la meditación por esta misma razón. 5436 STRP: ESCOLLOS DEL LENGUAJE DE LA FE LA VÍA DE LA UNIDAD